Gustavo Morales
Como cada vez, te prometes con la solemnidad del borracho no volver a beber, mientras la cama gira vertiginosamente hacia arriba. La radio te recoge y te va acunando hasta que puebla tus sombras de sueños. Suavemente recuerdas satisfecho que el perro está aquí. No hay nadie más que tú. Hace un momento has recorrido habitación por habitación buscando el rollo de celo no sabes para qué.
Nada de esto pasa al consciente, hasta que en la oscuridad imprecisa del amodorramiento sientes nítidamente como una mano te agarra el pie extendido y abandonado, agitándolo. El contacto es breve, intenso y de una claridad meridiana.
La garganta no responde. Torpemente buscas apresurado el maldito interruptor de la luz que te rehúye burlón. Una angustia animal te devora las entrañas y atenaza el corazón que se lanza a una loca carrera cuyos ecos repercuten en las sienes.
–¡Lo he encontrado! Voy a encender… ¿Qué será lo que me espera en la realidad? Bruscamente sereno, das la luz sin acordarte siquiera de retirar las piernas, al alcance de los seres de la noche.
Nada, no hay nada. Es aún peor de lo que imaginé. Te cuesta convencerte de apagar la luz. Esperas ansioso entre el negro imperante. Nada, sonidos pequeños que en otras circunstancias –te explicas con afectada firmeza– ignoraría.
Extiendes el brazo hacia la radio. Se niega a abandonar la precaria seguridad de las sábanas, retirándose veloz.
El miedo se funde con el sueño. Mientras oyes dar las cinco y media, un suave rumor de docenas de serpenteantes manos reptan sobre la cama.
Ahíto de terror, coges el teléfono y llamas a Jorge.
Historia de Jorge
Tras un telefonazo intempestivo, esperé a que amaneciera y me vestí con fastidio y resaca dándole vueltas a la última llamada de Juan. Su familia no tuvo que molestarse en explicar a nadie porqué le abandonó; todos lo sabíamos.
Airado y a disgusto desayuné, cogí el coche y me dirigí al paseo de las Acacias, maldiciendo las llamadas de socorro de Juanito. «¡Joder con Juanito y sus paranoias!» maldecía en los semáforos, abrasado sobre el asfalto de Madrid en agosto.
Tuve que tocar el timbre varias veces antes de ver iluminarse la mirilla. La puerta se entreabrió celada por una cadena.
-¿Estás solo? -me preguntó medroso Juan atisbando con su hocico de conejo.
– Sí, ¡leches! Abre de una vez -haciendo esfuerzos por contenerme y no dar media vuelta.
Nada más franquearme el paso nos envolvimos en una agria discusión; bueno, agria por mi parte, Juan lloriqueaba como una magdalena.
– ¿Cómo puedes estar tan loco? ¿Necesitas una nueva manía para engrosar tu colección? -le espeté haciendo caso omiso de las recomendaciones de su psiquiatra, quien nos pidió a familiares y amigos de Juan Roldán que no le inquietáramos. Era gracioso el loquero, bromeaba diciendo que un paranoico es quien construye castillos en el aire, el esquizofrénico los habita y ellos, los psiquiatras, son quienes les cobran el alquiler. Gracioso pero inútil, al menos con mi amigo.
Juan continuaba justificando su última paranoia.
-Míralo tú mismo -me explicaba corriendo levemente las cortinas del balcón, señalando a un joven melenudo que fumaba indolentemente un cigarro más que sospechoso- Está ahí esperando que salga para matarme.
– ¡Vamos, Juan! Ese no es más que un quinqui o un jevi fumándose un porro. No puedes pensar constantemente que la humanidad está conchabada contra ti. ¿Por qué? No eres un famoso forrado de millones, que no tienes un euro, vamos, y pasas de política como todo quisqui. Con lo que tú sales de casa, que es nada y nunca, no te conoce ni tu propio portero.
– Quiere matarme. Me está esperando. Lleva una eternidad sentado, delante del portal -me lloriqueaba derrumbándose sobre mí, ignorando todas mis palabras. Pensé que hablar era inútil y perdí la paciencia.
Le cogí agitándole por los frágiles hombros. Su histeria le abandonó y quedó desmadejado. Me ablandé y nos sentamos en el lecho maloliente; «los pantalones al tinte» pensé. Hablamos largo rato sobre su futuro perdido, la familia que le dejó y la vida que llevaba enclaustrado en aquel piso, entre montones de desperdicios de olor nauseabundo sin atreverse ni a bajar la basura ni al perro.
Lavé el legañoso rostro y le vestí hablándole como a un niño, incluso intenté poner algo de orden en sus cabellos grasientos y desordenados.
-No te queda comida ni jabón. Bajemos a comprar algo. Te distraerás, verás la calle y gente de acá para allá que ni te mirará siquiera. Eres uno más entre muchos.
¿Por qué va a pasarte algo? -continué hablando. Sus protestas se debilitaron y conseguí hacerle bajar las oscuras escaleras, muy despacio, paso a paso. Nos deteníamos en los rellanos mientras Juan lanzaba temerosas miradas hacia el portal iluminado por una lechosa luz.
– ¿Lo ves? Aire libre y luz. Respira, hombre, ensancha el pecho- le aconsejé mientras pestañeaba acostumbrándose a la luz.
Sucedió rápidamente, señor juez. Todavía no puedo precisarlo. En mi recuerdo se mezclan el estampido del disparo, Juanito cayendo ensangrentado mirándome con reproche sin palabras y la alocada carrera de aquel joven melenudo alejándose con la pistola aún humeante.