Gustavo Morales
Llegó a la imprenta de Camilo un hombre viejo y alegre. Bueno, con treinta y tantos años que lucíamos entonces nos parecía viejo todo el mundo, sobre todo nosotros mismos ahora. Era un sastre de Vallecas que trabajaba por Malasaña. No muy alto, buena pinta, ojos claros, serenos, pelo gris. Nos contó su relato y le miramos incrédulos, pero con respeto. Se dio cuenta y volvió días después con papeles y fotos que demostraban la veracidad de su historia. Recordé al griego aquel: «Más vale ser engañado que desconfiar de un amigo». Entonces le volvimos a escuchar absortos, con la humanidad de Camilo y mi curiosidad insaciable.
El sastrecillo se presentaba como Jesús Hurtado Serrano. En 1949 no tuvo otra ocurrencia que decir en España aquello tan orteguiano de «no es esto, no es esto» y se marchó. Nos contó que era hedillista y sonreímos, probablemente éramos la única audiencia en muchos kilómetros a la redonda que entendía esa definición. Dejó las Falanges Juveniles y con un camarada se fue de su casa, cruzó la frontera francesa de aquella manera y marchó a donde van aventureros y desesperados, a la Legión Extranjera. En Bayona se alistó por propia voluntad, reforzada por unos gendarmes galos que le capturaron sin papeles en Francia y le dieron esa opción. Miel sobre hojuelas. A eso iba.
Al principio los reclutadores le tomaron por un soldado de las Waffen SS en plena huida, rubio y con los ojos azules. Hubo mucha emigración de ese cuerpo a los quepis blancos tras el hundimiento de 1945. Pero no daba la talla de altura y las sospechas se desvanecieron.
Le llevaron a Orán, a Sidi Bel Abbés. Fue entrenado como legionario paracaidista durante cuatro duros meses en la Argelia francesa. De allí saldrían desalojados, mucho después, los legionarios desafiantes cantando la canción de Édith Piaf: «No me arrepiento de nada».
Francia seguía teniendo voluntad de imperio y mandaron a Jesús a Indochina. Corría el año 1950. Sus compañeros eran polacos, húngaros, italianos, belgas, alemanes y españoles: Felipe Bodoges, distinguido en la campaña de Laos y ascendido a suboficial; Manuel Peña, a quien le cogieron prisionero y le llevaban en primera línea hacia los puestos de la Legión, camuflados tras él los combatientes Viet Minh del tío Ho Chi Minh, hasta que Manolo gritó al ver a sus camaradas legionarios: «Compañeros, disparad sin miedo, que vengo con el enemigo». Peña salvó la vida milagrosamente en aquella ocasión para perderla en Dien Bien Phu.
Jesús combatió en muchas partes, en la retirada de Chu Hanoi y en la batalla de Na San, a las órdenes del coronel Jean Gilles, en 1952, donde Francia perdió seis mil hombres. El primer día de junio de 1953, Hurtado ascendió a sargento.
Bien entrenado, saltaba más cerca que lejos de la China comunista, que entonces respaldaba a las guerrillas antigabachas, con grupos de menos de cien hombres, vestidos de negro, armados, sin impedimenta (es decir, todo aquello que lleva un soldado que le impide moverse con agilidad y eficiencia) y sin emblemas nacionales galos que pudieran identificar a los potenciales prisioneros o a los cadáveres. Hacían incursiones clandestinas en la tierra de Mao. Daban golpes de mano en las líneas de abastecimiento donde se aprovisionaban los combatientes vietnamitas.
Jesús conoció los sinsabores de la Indochina francesa, el Vietnam irreductible y la camaradería de la milicia que aún era «religión de hombres honrados». En una de esas trapisondas se rompió una clavícula y no pudo saltar en la siguiente con sus compañeros. No volvió ninguno de ellos.
En otra ocasión, durante una patrulla por los senderos de la selva, estaba Jesús atento a las minas de amplio uso en el conflicto. Como prevención, los asientos del vehículo iban cubiertos con sacos terreros. Y una mina explotó. Los legionarios aparecieron a diez metros de distancia, pero indemnes.
Entendió entonces Jesús, con esas y otras experiencias que ahorro al lector, que la vida es un regalo y las preocupaciones no deben borrar la alegría de vivir. Seguía sonriendo muchos años después.
Al volver a España fue detenido por prófugo. Aquí no servían de nada las condecoraciones ganadas en combate que le dio la República francesa. Tuvo que hacer el servicio militar, que le pareció un paseo por el campo tras cinco años de experiencia de combate. Sus conocimientos de francés y de inglés le llevaron a un destino donde se pasaba el día traduciendo manuales de armamento extranjero, cual un ucraniano con un carro Leopard.
Después se casó, se ganó la vida como sastre y se mudó al popular barrio de Malasaña. Ese señor tan simpático que tomaba las medidas para coser el terno a los vecinos conocía diez formas de cortarles el cuello. Y la vida siguió.
En su lápida, murió ya en este siglo, figura la respuesta que daba invariablemente cuando le preguntaban qué tal estaba: «Muy bien, el cielo es azul y las mujeres son hermosas». La frase se la hicieron poner al cantero sobre la tumba de Jesús Hurtado Serrano su propia esposa Pilar y mi amigo Camilo, heredero de su cuchillo de combate y guardián de su memoria.