Globalización, los instrumentos

Gustavo Morales

La rapidez del cambio histórico en la civilización europea está marcada por las guerras que la asolan y que tienen como principal campo de batalla a Europa. Un periodo de paz armada sucede a la Segunda Guerra Mundial. Las bases ya estaban puestas en los catorce puntos del presidente Wilson. Se producía un movimiento para institucionalizar la sociedad internacional que tenía su base política en las Naciones Unidas y la económica en el Fondo Monetario y el Banco Mundial. En un mundo bipolar, la comunidad europea se vertebraba bajo el paraguas de la OTAN. La socialdemocracia gobierna sociedades del bienestar con los carros de combate soviéticos en Berlín oriental. Caído el Muro por k.o. económico del bloque socialista, el orden nacido de la II Guerra Mundial murió, en la última década del siglo XX, junto con la bipolaridad impuesta por la Guerra Fría. Estados Unidos comenzó una guerra imperial en 1898 y cien años después era la potencia militar única. En realidad, el propio Henry Kissinger admite que “en ningún momento de la Historia, los Estados Unidos han participado en un sistema de equilibrio de poder”. [1]

Nuevos desafíos en un mundo nuevo. Si antaño el lado oriental europeo era un bloque sólido, donde se leía Pacto de Varsovia, y frente al bloque socialista una miríada de naciones al oeste de Berlín; hoy esas naciones se aúnan bajo el epígrafe Unión Europea y a su oriente vemos un cúmulo de pueblos, eclosión del imperio austrohúngaro, primero, y del soviético, después. Cuestiones como la hegemonía de una potencia única: Estados Unidos, la redistribución de la riqueza, el auge del integrismo islámico, las señales visibles de la contaminación –el precio del progreso-, el hambre permanente, la aparición del bloque de Shanghai, la mundialización de la información, la crisis por la caída del precio de las materias primas… configuran un nuevo escenario, ¿para que todo siga igual?, el síndrome de Lampedusa . Ese orden aceptado, que ha superado las tímidas barreras de las naciones para hacerse global, ya no lo expresa de forma evidente el monopolio de la violencia, reservada contra quienes viven extra muros del sistema, sino la convicción de la prensa, que mantiene el debate público en los límites aceptables. La modernidad, en palabras de Octavio Paz, se convirtió en una “alcahueta de los medios de comunicación”.

El símbolo de la globalización, la aldea global, ha venido por medio del desarrollo en las comunicaciones y el empuje de los medios de comunicación. A través de ellos se presentan modelos de comportamiento y traducciones de hechos: “La presentación y el acceso a la realidad, tanto pública como privada, es obra de los medios (…) reformulan lo real en función de sus intereses, sus usos y sus valores”.[2]
Cómo hemos llegado a esta situación es algo que Francisco José nos explica en su obra. La idea primigenia de Kant, la universalidad, tras la caída del imperio napoleónico, supone un eurocentrismo que se disipará con la entrada de Estados Unidos en Europa en la primera mitad del siglo XX. La Segunda Guerra Mundial marca, nos cuenta el autor, un cambio de paradigma en que lo económico se sobrepone a lo político, se debilitan las soberanías nacionales. El proceso se agudiza tras la caída de la Unión Soviética. Entonces pasamos a una privatización del poder político. Nuestro escritor plantea un mundo unipolar frente a otro multipolar.

HONG KONG, CHINA

Globalización es la extensión del modo de vida occidental. La ciencia occidental se “convirtió en la ciencia, su medicina en la medicina; su filosofía en la filosofía y desde entonces ese movimiento de concentración no se ha detenido”[3].  Se reconoce la certeza de Peter Durcker cuando habla de “un mundo globalizado, que será un mundo cortado por el patrón occidental”[4]. El sociólogo iraní Ali Shariati destaca como la modernidad, y consiguiente globalización, es sencillamente una velocidad de desarrollo que corresponde a parámetros eurocentristas[5].

Siendo la globalización una etapa histórica, existiendo un mercado único y un discurso que quiere ser único, se trata de buscar la gobernabilidad del capitalismo mundial, tarea donde poseen más poder las máquinas de propaganda, prensa y publicidad, que crean o destruyen consensos, que los clásicos aparatos coaccionadores: policía, ejército. Es más eficaz convencer que reprimir y los medios que vehiculizan el consumo, por la publicidad, son ideales para crear estados de opinión determinados por la propaganda. “Las redes y los procesos de comunicación y cultura son cada vez más globales”[6].

El liberalismo económico se ha quedado con el poder ocultando su existencia y para ello necesita los medios de comunicación. Ya no es el carro de combate ni el soldado quienes expresan el orden, son los medios. “La globalización de la cultura y la información es un componente fundamental que subyace a todas las otras dimensiones institucionales de la globalización”[7].

La globalización implica nuevos protagonismos y la reducción de otros a metáforas del poder clásico. Y el proceso no se limita a las fronteras nacionales. Los nuevos protagonistas transcienden en poder e influencia allende los mares. Matahir Mohammad, primer ministro de Malasia en 1997, afirmaba: “Hemos estado trabajando 30 ó 40 años intentando levantar nuestras economías. Y ahora viene un tipo -se refiere a G. Soros- que dispone de miles de millones de dólares y en un par de semanas deshace nuestro trabajo”. La economía financiera ha sustituido a la real. La información pasa a ser un útil de trabajo y una mercancía. Tienen más poder los gerentes de los fondos de pensiones que deciden abandonar un país y limpiarlo de capitales que los diputados del partido que gobierna esa nación. Escribe Ignacio Ramonet:“La mundialización, que elimina fronteras, homogeneiza culturas y reduce las diferencias, se aviene mal con la identidad y soberanía de los estados”[8].

El mercado se convierte en el gran regulador de la vida económica, mejor cuanto menos intervenido esté por el gobierno, dicen los liberales: las cosas tienden a encontrar el equilibrio por sí mismas; el egoísmo sin trabas de cada individuo, vicio privado, se convierte en el bien común, virtud pública. Asegura Estefanía: “La mercadolatría es una especie de metafísica económica que absolutiza el mercado como panacea de todos los problemas”. Los mercados financieros son la realidad económica dominante, el lugar donde se asigna el valor de compra. La globalización es, sobre todo, financiera. De las tres libertades europeas de circulación: personas, mercancías y capitales sólo la tercera no encuentra trabas. Se añade una cuarta de hecho, que es la libertad de ondas e información para quienes pueden financiar su distribución masiva. Tras la mística del mercado y la soberanía del consumo está el poder de las corporaciones, que determina e influyen en los precios y los costes, que corrompen a algunos políticos y que manipulan la respuesta del consumidor. Los hombres con dinero pueden comprar a los hombres con poder dentro de la tendencia permanente de la economía a colonizar la política.

Ya Mao Tse Tung percibía que “el verdadero espíritu revolucionario no puede cohabitar con una economía altamente desarrollada”. Menos todavía cuando “los gobiernos norteamericanos han usado de manera muy astuta el poder blando, es decir, la capacidad de conseguir objetivos políticos e ideológicos a través de la atracción cultural y mediática que ejercen sobre el resto del mundo, para apuntalar su poder duro, es decir, su formidable capacidad de coerción económica y militar”[9].

Paralelamente, otros cambios se suceden. Los habitantes del mundo desarrollado viven en el cambio permanente, ya no es una adaptación a uno, para poder afrontar la incertidumbre, y esos cambios son cada vez más complejos. Estos son los planteamientos del mundo desarrollado, cuya propia definición incorpora a la tecnología como protagonista. “Interpretar el mundo desde el punto de vista de la tecnología favorece a las naciones industriales, aunque solamente en un sentido analítico, al tiempo que se reconoce el hecho de que la parte no tecnológica del planeta se define a menudo en parámetros tecnológicos, es decir, como <subdesarrollado>”[10].  Nuevas profesiones se acercan al poder por medio de su influencia en la vida laboral y social. “Dominan el maquinismo y los imperativos tecnológicos, en radical desacuerdo con toda la humanidad y los imperativos morales. Un proceso basado en la expansión continua acaba por aplastar todas las ideas dignas de una adhesión humana”[11]. El proceso tecnológico descansa sobre la productividad y la eficacia.

El auge de la técnica universaliza un modelo político y económico común a los países occidentales: la democracia parlamentaria y el mercado libre. La rapidez del avance técnico y su protagonismo, al desequilibrar su relación con otros factores civilizadores como educación, participación en la vida pública, etc., convierte ese progresismo en contaminación de ideas y modos sociales. El vertiginoso protagonismo llevó a Heidegger a definir la técnica como una máquina devastadora. Julián Marías nos recuerda que “la sociedad técnica ha situado a sus gentes en un nivel de adaptación muy superior (…) y se les antoja natural y hasta insuficiente”[12]. En pos de ese progreso sin barreras, las mayorías “adoptan una actitud moral de disfrute de ese mismo progreso, olvidando la palabra deber y sustituyéndola en todo caso por derecho, que reclaman como algo de su propiedad”[13]. Porque la tecnología no es inocua. La revolución tecnológica ha traído una revolución moral, sustituyendo los valores cristianos, dice Octavio Paz, por “un nihilismo de signo opuesto al de Nietzsche, no estamos ante una negación crítica de los valores establecidos, sino ante su disolución en una indiferencia pasiva”. El paso del guerracivilismo a la indiferencia.

Leyendo ese paso de un sistema a otro, recuerdo que Max Horkheimer fija dos etapas del mundo burgués que marcan el cambio. En una primera fase, la burguesía ascendente difunde unos valores sólidos: religión, patria y familia, y unas virtudes, recogidas por Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, como el ahorro, la responsabilidad, la decencia, etc. Cuando el desarrollo convierte el comercio en trasnacional se pierden las virtudes burguesas para dejar paso al estilo cosmopolita. En la segunda fase, de gran expansión del capitalismo, cuando se hace apátrida, todos esos valores y virtudes son trabas de las que hubo que librarse para impulsar la tercera ola postindustrial que anunció Toffler. Ya no es tiempo exclusivo de familias poderosas, sino de corporaciones, más o menos, anónimas cuyo único valor es la cuenta de beneficios. El Club de Roma, ya en 1991, reconocía “una pérdida general de los valores que anteriormente aseguraban la coherencia de la sociedad (…) consecuencia de una pérdida de fe (…) y una pérdida de confianza en el sistema político y en quienes lo dirigen”.

La moral antigua, nos cuenta Aquilino Duque[14], salta en pedazos y cede el paso a la sociedad tolerante. La burguesía hizo suyas las culturas y la imagen de la juventud respondona y convirtió sus ritos (conciertos, fiestas…), sus símbolos y su música en artículos de consumo. Recogió la información y la convirtió en negocio, en publicidad: vaqueros, rebeldía JAP y el Che Guevara. Dice Duque que la gran frustración de la juventud contestataria fue la facilidad con que el mundo adulto dominante en vez de reaccionar contra el asalto, se unía a los asaltantes y la ayudaban a saquear la propia mansión. Y buena parte de esos contestatarios se hicieron periodistas, comunicadores. Ingresaron en el equipo que dirige la indiferencia hacia lo público, cuya expresión política es la abstención electoral. La sociedad represiva se hacia permisiva y en ella se disolvía la revolución que viajaba a lomo de libros y periódicos.

Lo nacional se desmorona o se reduce a la mínima expresión. Se multiplican los acuerdos, las asociaciones, los foros mundiales. La nueva moral viaja por todo el mundo y se expresa en las pantallas de los cines y de las televisiones. El fin de la Historia supone el triunfo universal del modelo de sociedad estadounidense. 

Pero no hay estadistas próximos. “Más que preocuparse por el juicio de la Historia, los líderes parecen mucho más atentos a la opinión, las estadísticas y las editoriales de la prensa influyente”[15], afirma Shlomo Ben-Ami, hispanista israelí que fue embajador en España y ministro del Gobierno hebreo.

La transparencia ya no es la verdad íntima que menciona Gustavo Bueno. Los sondeos, que presuntamente expresan la opinión de la calle y orientan muchas políticas, son acusados de parcialidad flagrante por Giovanni Sartori. Son respuestas débiles, improvisadas, volátiles. No son una demostración de democracia, del poder de la opinión del pueblo sino del poder de los medios de comunicación, que necesitan para su consumo creciente de tecnología de grandes grupos privados, “ni elegidos ni controlables democráticamente, cuyos sentimientos nacionales resultan inversamente proporcionales a su expansión internacional”[16].

Se produce lo que Estefanía califica de ‘efecto Queipo de Llano’, los partidarios de las ideas en alza al expresarse con fuerza y seguridad producen la sensación de ser abrumadoramente mayoritarios frente a las personas que apenas se atreven a expresarse públicamente y que transmiten la sensación de representar opiniones menos valiosas y extendidas. El resultado es entonces la creación de una espiral del silencio: en situaciones de confrontación, aquellos que se perciben a sí mismos como portavoces minoritarios tienden a inhibir sus expresiones públicas por temor a la marginación social. Es sabido que la libertad de prensa “se convierte en privilegio (…) ya que su ejercicio queda reservado a quienes cuentan con los cuantiosos medios materiales que se necesitan para disponer de uno de esos medios de comunicación”[17].

 “Se piensa a veces que con tantos periódicos, radios y televisiones se tienen que escuchar infinidad de opiniones diferentes. Después se descubre que es al contrario; la fuerza de esos altavoces no hace sino amplificar la opinión dominante del momento, hasta el punto de hacer inaudible cualquier otro parecer” (Malouf, 1999, p. 137). Chomsky lo subraya: “Podemos hacerlo irrelevante porque podemos manufacturar el consenso y asegurarnos que sus opciones y actitudes estén estructuradas de tal forma que siempre hagan lo que les digamos, incluso si tienen un modo formal de participar. Así tendremos una democracia real. Funcionará correctamente. Eso es aplicar las lecciones de la agencia de propaganda”. El anatema moderno no es ser denigrado en los medios, sino ausentarse de ellos. Esta obra es disidente también por eso, una gota de agua en el mar pero sin ella, decía la madre Teresa, el mar no estaría completo.

Al final, las palabras de Kissinger: “La distinción reside entre quienes adoptan sus objetivos a la luz de la realidad y los que intentan modelar la realidad a la luz de sus propios objetivos”. Claro que Kissinger era un estudioso de Bismarck y acaso adaptó la del prusiano: “Vivimos una época maravillosa en que el fuerte es débil por sus escrúpulos morales y en que el débil se hace fuerte debido a su audacia”.

Bibliografía

Giovanni Sartori Homo videns. La sociedad teledirigida. Taurus, Madrid 1988.

Joaquín Estefanía El poder en el mundo. Plaza y Janés, Barcelona 2000.

Aquilino Duque El suicidio de la modernidad. Bruguera, Barcelona, 1984.

Jesús Cacho El negocio de la libertad. Foca, Madrid, 2000

Jean-FranÇois Revel El conocimiento inútil. Espasa Calpe, Madrid 1993.

Gordon Thomas Mossad. La historia secreta. Vergara, Madrid, 2000

Gustavo Morales De la protesta a la propuesta. Edita Fundación José Antonio, Madrid 1996.

Alain Minc La borrachera democrática. Temas de hoy. Madrid, 1995.

Enrique Lynch La televisión: el espejo del reino Plaza y Janés Editores, Barcelona 2000.

Funes Robert La lucha de clases en el siglo XXI. ESIC. Madrid, 1997.

Miguel de Aguilar Merlo La hora XXV de España. Ed. Libertarias, Madrid 1999, 2ª edición.

Noam Chomsky“What makes mainstream media mainstream?”Z Magazine, octubre de 1997

Altar Mayor nº 70, enero 2001. “Sobre el poder de la publicidad”. José Mª García de Viedma

Julián Marías, “Cara y cruz de la electrónica”. Espasa-Calpe, colección Reno. Madrid, 1985.

John A. Hall y G. John Ikenberry “El Estado”, Alianza Editorial, Madrid 1993.

Amin Malouf Identidades asesinas. Alianza Editorial. Madrid, 1999.

Michael Ignatieff  “El honor del guerrero”, Santillana, Madrid, 2002.

Vidal Beneyto, José  et al. La ventana global. Taurus, Madrid, 2002.

Francis Fukuyama La gran ruptura Suma de Letras SL, Madrid, 2001


[1] Kissinger, Henry Diplomacia, Madrid, página 15.

[2] Vidal Beneyto, José  La ventana global  Taurus, Madrid, 2002, página 20.

[3] Amin Malouf Identidades asesinas. Alianza Editorial. Madrid, 1999, página 86.

[4] Vidal Beneyto, Obra citada, pág. 76.

[5] Ali Shariati Sociología del Islam. Edita Al Hoda. Teherán, 1988.

[6] Bustamante, Enrique “Nuevas fronteras del servicio público y su función en el espacio público mundial” en La ventana global, 2002. página 190.

[7] Paquete de Oliveira, José Manuel “Internet como instrumento para la participación ciudadana” en La ventana global, página 103.

[8] Ramonet, Ignacio Guerras del siglo XXI Mondadori, Barcelona 2002, página 146.

[9] Kishan Thussu, Dayah  “Las guerras en los medios de comunicación”. En La ventana global, 2002. página 336.

[10] Christians, Clifford G. “Ëtica y regulación internacional de las comunicaciones” en La ventana global, coordinado por José Vidal Beneyto. Taurus, Madrid, 2002, página 271.

[11] Christians, Clifford G. Obra citada, página 277.

[12] Julián Marías, Cara y cruz de la electrónica. Espasa-Calpe, colección Reno. Madrid, 1985, página 21.

[13] Luis Suárez “El hecho concreto de una desideologización”.  Altar Mayor nº 81. Agosto 2002, página 693.

[14] Aquilino Duque El suicidio de la modernidad. Bruguera, Barcelona, 1984.

[15] Ben-Ami, Shlomo Israel entre la guerra y la paz Ediciones B, Barcelona 2001, página 133.

[16] Bustamante, Enrique. Obra citada. Página 187.

[17] Luis Suárez OC página 690.

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