El inventor cavila, se plantea que en Europa se producen ocho millones de entierros y cada féretro supone un árbol adulto. Comienza a mezclar resinas con cáscaras molidas de frutos secos. Y consigue fabricar ataúdes artificiales por menos de cien euros y un aspecto magnífico, muy similar a la madera, con vetas y todo.
Se dirige a la central y le compran la patente, también le encargan la fabricación. Todo perfecto hasta que un accidente de tráfico hace que el inventor sea quien estrene el sarcófago número diez de los que ha fabricado. En la central están desolados, también por el final del negocio. Envían a un ingeniero a la fábrica de Reus a ver si consiguen producir en ausencia del inventor. Los trabajadores disipan sus cuitas, ellos saben manera y pueden seguir fabricándolos.
Ahí sigue todo bien hasta que comienzan a explotar los ataúdes en los días posteriores a los entierros. Sí, explotar, abriendo boquetes en la tierra. En el caso de los nichos, los féretros salen disparados como los proyectiles de una bazuca con riesgo para los visitantes que han ido a honrar a sus finados. Alguna prensa acusa a asociaciones diabólicas y adoradores de Belcebú. Por si no es eso, que no lo es, mandan a otro ingeniero a la fábrica a enterarse.
Los obreros dicen que el proceso no ha variado. Convenientemente interrogados por el investigador, confiesan que como el manómetro admite más presión que los 40 que le daban, han subido a 60 y así acaban antes. Y le echan más proporción de lo más barato para reducir costes. Así producen los mismos 35 féretros al día que antes, con el inventor, pero ahora con ahorro de materiales y el añadido de que a las doce de la mañana se pueden poner a jugar al mus porque han acelerado el proceso y todos tan contentos.
El ingeniero comprueba milímetro a milímetro las nuevas cajas y descubre que carecen de poros, eso y que, ingeniosos ellos, le han puesto una goma al cierre de la tapa para hacerla hermética. Echa cálculos. El ataúd tiene un volumen X y los muertos producen gas metano Z que ahora no sale por los inexistentes poros y se concentra en el interior. Este gas es explosivo cuando se encuentra dentro de un rango del volumen entre 5 % y 15 %. En este caso se multiplica el porcentaje. Cuando el ataúd está lleno y no cabe más gas, el muerto lo ignora, pobrecito, y sigue generando esa emanación hasta que la presión lo hace estallar días después de haber recibido el último adiós. Chico listo el ingeniero.
Para aprovechar los féretros almacenados, el experto se plantea comprobar su funcionamiento en las incineraciones, dado que no hay tiempo para que el gas se concentre y explote. Como no es un proceso de observación que pueda tener lugar con la familia presente, por razones obvias, se cita con el encargado del camposanto por la noche, para la incineración de un finado que no tiene perrito que le ladre. Cuando llega al cementerio y se saluda con el encargado el investigador se pregunta si a los enterradores se les pone esa cara de oficio o los contratan porque la tienen ya así.
uperando un escalofrío comienza el proceso. Por la mirilla escasa el técnico va comprobando y anotando el tiempo y el color de la llama para calcular la cremación: amarilla, azul, roja… El cajón se deshace rápidamente, mucho más que los clásicos de madera natural. Una silueta negra queda al descubierto entre las llamas. Un respingo, pero sigue observando con el camposantero detrás. Llega un momento en que el cuerpo se incorpora y recoge las piernas.
El ingeniero grita: «¡Hay que detener el fuego, ese hombre está vivo, párelo todo ya mismo!». El enterrador le mira socarrón con la colilla de un cigarro humeando entre sus labios. Y le contesta: «Mire usté, si lo manda, yo lo apago todo y tan amigos pero no creo que ese hombre esté vivo a 800 grados de temperatura. Usté decide, jefe».
El ingeniero sabrá después que el intenso calor hace que la musculatura del vientre y de los muslos se contraiga y eso es lo que ha hecho que el muerto se incorpore y recoja las piernas. Regresa a su hogar y su mujer y su suegra, que vive en su casa desde que vino hace tres años a cuidar del nieto para dos semanas, le recriminan las horas de llegar: «¿De dónde vienes a las doce de la noche?».
Y el ingeniero, que atiende por Ricardo, está a punto de explicarse pero no lo hace porque sería peor.