Gustavo Morales
China es un país de multitudes, una nación inmensa donde la lucha por la vida sigue a la recuperación de la destructiva revolución cultural. La convivencia actual de dos sistemas en el mismo país ha comenzado a generar una creciente clase media que hace turismo interior.
Una noche abordo un tren con destino Louyang. En el vagón, una guía nativa crítica con el sistema, pero no irrespetuosa. María, así quiere que le llame, se presenta como miembro del Partido Comunista de China, simbolizado en la enseña nacional por la gran estrella de la bandera roja junto a la que se alinean otras cuatro estrellas menores que representan a los obreros, campesinos, soldados y estudiantes. María es bajita, redonda y entrada en años, la bandera aún no.
El tren
En el tren, la estricta revisora impide fumar. Habla con rapidez y autoridad en chino pero el tono lo dice todo. Los chinos no entienden otro idioma que el suyo, y no todos. Insisto en un diálogo incomprensible para el otro y, al final, cede y me mete en un estrecho armario con las fregonas para dar rienda suelta al vicio. Pero he ahí que se quita la gorra de revisora y pasa un rato después, toda amabilidad melosa, para vender artilugios y baratijas a los viajeros. Un italiano vocifera contra los fumadores, sus compatriotas le aconsejan silencio, y se vuelve amistoso cuando los adictos a la nicotina le enfrentamos. Louyang no es Abisinia. A unas viajeras gemelas y atribuladas les arreglo su Nikon F55.
En el vagón-litera la guía cuenta su historia. Su padre luchó con Mao en las revueltas de Shanghai. Ella sirvió en el Ejército Popular. Aprendió español y descubrió el mundo bárbaro en una escala en Nueva York para enlazar a una feria en Venezuela. «Nos habían contado que en Occidente la gente se moría de hambre y eran estados policiales». Como la delegación era multitudinaria, al final se decidieron a salir del hotel y dar una vuelta, desobedeciendo al Partido. Su sorpresa fue mayúscula cuando vieron en directo la opulencia de la ciudad que nunca duerme. La experiencia la hizo cambiar de opinión pero no de partido. Comunista confesa, dice de la revuelta de los estudiantes que «el ejército es para defender al pueblo, no para reprimirle».
Crónicas Castizas En el país sin misericordia
En esa tierra de multitudes perennes, el sentido del equilibrio, el yin y el yan, influye en el espíritu del pueblo pero el ateísmo ha calado en dos generaciones
05/11/2022 Actualizada 08:496FacebookTwitterWhatsappEnviar por Email
China es un país de multitudes, una nación inmensa donde la lucha por la vida sigue a la recuperación de la destructiva revolución cultural. La convivencia actual de dos sistemas en el mismo país ha comenzado a generar una creciente clase media que hace turismo interior.
Una noche abordo un tren con destino Louyang. En el vagón, una guía nativa crítica con el sistema, pero no irrespetuosa. María, así quiere que le llame, se presenta como miembro del Partido Comunista de China, simbolizado en la enseña nacional por la gran estrella de la bandera roja junto a la que se alinean otras cuatro estrellas menores que representan a los obreros, campesinos, soldados y estudiantes. María es bajita, redonda y entrada en años, la bandera aún no.
El tren
En el tren, la estricta revisora impide fumar. Habla con rapidez y autoridad en chino pero el tono lo dice todo. Los chinos no entienden otro idioma que el suyo, y no todos. Insisto en un diálogo incomprensible para el otro y, al final, cede y me mete en un estrecho armario con las fregonas para dar rienda suelta al vicio. Pero he ahí que se quita la gorra de revisora y pasa un rato después, toda amabilidad melosa, para vender artilugios y baratijas a los viajeros. Un italiano vocifera contra los fumadores, sus compatriotas le aconsejan silencio, y se vuelve amistoso cuando los adictos a la nicotina le enfrentamos. Louyang no es Abisinia. A unas viajeras gemelas y atribuladas les arreglo su Nikon F55.
En el vagón-litera la guía cuenta su historia. Su padre luchó con Mao en las revueltas de Shanghai. Ella sirvió en el Ejército Popular. Aprendió español y descubrió el mundo bárbaro en una escala en Nueva York para enlazar a una feria en Venezuela. «Nos habían contado que en Occidente la gente se moría de hambre y eran estados policiales». Como la delegación era multitudinaria, al final se decidieron a salir del hotel y dar una vuelta, desobedeciendo al Partido. Su sorpresa fue mayúscula cuando vieron en directo la opulencia de la ciudad que nunca duerme. La experiencia la hizo cambiar de opinión pero no de partido. Comunista confesa, dice de la revuelta de los estudiantes que «el ejército es para defender al pueblo, no para reprimirle».
CRÓNICAS CASTIZAS
De El Salvador a el Salvador
La ciudad
Llegamos a Louyang, ciudad industrial que honra a la capital de 40 emperadores. En sus cercanías está uno de los escasos cementerios que hay en China, de una exótica belleza. Cerca de la necrópolis hay una escuela shaolin donde los monjes exhiben sus habilidades. Espectacular. Es el origen de la serie Kung Fu.
Por la noche vago por la ciudad, por oscuras calles desangeladas, donde la gente vive en la puerta de sus casuchas. Los peligros se reducen a los taxistas kamikazes, juramentados para cobrar lo mínimo posible al viajero, o a cruzar creyendo en los semáforos. Grupos de personas practican taichí, bailan con abanicos o con sables al amanecer.
El paisaje urbano está plagado de grúas de construcción. Tres equipos se suceden día y noche en cada obra. El moderado afán de los trabajadores, cientos donde en Europa habría docenas, desmiente el dicho trabajar como un chino. Uno de los operarios transporta ladrillos del camión hasta la obra de uno en uno.
Visito las cuevas con miles de Budas de todos los tamaños en las afueras, en una montaña junto al río. Se agradece la ausencia de los talibán.
Me despido de la guía local, Mercedes dice esta que la llame, casada con un militar y miembro del PC. Su suegra no quiere que siga estudiando y están ahorrando para comprarse una plancha. Verídico.
Musulmanes chinos
Otro tren, ahora en vagones especiales para extranjeros, que nos lleva hasta Xian, una de las urbes más antiguas del mundo junto con Atenas, Roma y El Cairo.
Junto a la mezquita hay un mercadillo mahometano. Los musulmanes son una minoría, pero las minorías chinas tienen millones de miembros. El regateo es obligatorio. Hay un artesano que graba mi nombre en piedra. Hace un trabajo excelente y disipa mis dudas libro en mano mostrando la equivalencia de Gustavo en caracteres chinos. En otros puestos me intentan engañar como a un europeo en el cambio, haciendo pasar los céntimos por yuanes, la moneda china. Cuando exijo unas vueltas correctas terminan dándomelo entre risas infantiles.
Parto para ver los guerreros de terracota. Indescriptible. Desde la excavación hasta el microbús van bajando los precios de las reproducciones desde 100 hasta un dólar el juego de cinco.
Otro día, otra ciudad. En un taller de seda las mujeres sacan los capullos con la mano desnuda de palanganas de acero con el agua a cien grados de temperatura. Rostros inescrutables y manos blancas. Paseo nocturno orlado de peluquerías y mendigos.
El Sur
Shanghai, un punto y aparte. Una urbe cosmopolita. El Metro es sencillo y cómodo, las puertas rotundas como guillotinas. En torno a la estación de tren se hacinan los miserables junto a los rascacielos. 26 millones de almas y una catedral medio vacía pero militante, donde se comulga en las dos especies. Insisten mucho en los términos «católico romano».
Aterrizamos en Guilin. La provincia la habita una minoría étnica con más simpatía que los del norte. La mayor parte de los chinos son de la etnia Han. Compro un cuadro a un artista local. Los comerciantes aquí no atosigan, aunque miran con descaro. Una niña llora al verme: «Es su primer extranjero», dicen.
Al día siguiente descenso en barco por el río Li, un paisaje único. Pescadores y madres navegan en precarias balsas de juncos. Desembarco en un pueblo. Camino por calles polvorientas, junto a casas sin mantenimiento. El sistema para mantener frescos los alimentos en los puestos de la calle es sencillo, están vivos animales y peces. Pedirlos es condenarlos a muerte.
Llegada a Cantón. Una docena de recepcionistas sonríen tras el mostrador del hotel, ninguno habla otra cosa que chino. El cielo es blanco y el aire, pestilente. Contemplo primorosos trabajos en miniatura en marfil y madera mientras los obreros pintan el techo de vivos colores. Mañana será una antigüedad. Las casas disponen de una madera de altura variable que se cruza en la entrada para obligar a agacharse al visitante según su categoría.
Hong Kong
Arribada en barco a Hong Kong, puerta olorosa en chino, paraíso del comercio donde los rótulos de brillantes colores y exóticas letras ocultan edificios grises donde malvive el proletariado. Uso el ferry, pateo el lujo de Landmark, Temple, el mercado de mujeres y el de los pájaros. A la salida del Metro un hispano toca la guitarra entre jóvenes disfrazados de alemanes de las SS.
Paseo en barca hasta la ciudad acuática, con restaurantes flotantes, decorados por un hortera, y cientos de botes donde pescan y viven algunos nativos.
China recupera algunas de sus tradiciones religiosas como anzuelo turístico. En esa tierra de multitudes perennes, el sentido del equilibrio, el yin y el yan, influye en el espíritu del pueblo pero el ateísmo ha calado en dos generaciones. Pocos devotos visitan los templos y están más desgastadas las escaleras de los tribunales. Aún no está bien gobernado el imperio.