Es un país de multitudes cuyo desafío es su propio desarrollo. En esa nación inmensa donde la lucha por la vida sigue a la lenta recuperación de la destructiva revolución cultural. La convivencia actual de dos sistemas en el mismo país ha comenzado a generar un tímida clase media que hace turismo interior. Recordar que las minorías chinas tienen millones de miembros.Los guías locales se manifiestan críticos con el sistema pero no irrespetuosos. Algunos se presentan abiertamente como miembros del Partido Comunista, la gran estrella de la bandera roja junto a la que se alinean otras cuatro estrellas que representan a los obreros, campesinos, soldados y estudiantes. Los guías no predican.No cambie mucho dinero de golpe. Podrá hacerlo en todos los hoteles y el cambio del yuan no fluctúa tanto. Vigile el estado de los billetes que le dan y deseche los muy dañados. Ellos hacen lo mismo con los que usted da.
El 14 de agosto los viajeros visitan la Ciudad Prohibida, iniciada en el siglo XV y con sabor a película de Berlusconi. En octubre los presupuestos del Estado socialista la asignan pintura y conservación anual. Frente a ella está la inmensa Plaza de Tiananmen, en tamaño sólo se le acerca la plaza de Isfahan, la persa.
En una esquina se yergue el Monumento a los Héroes, donde robustas estatuas muestran a aguerridos obreros, soldados y campesinos con estética stalinista. El grupo escultórico escolta un edificio cuadrado donde se expone la momia de Mao menos de tres horas al día. El tiempo que la guía María ahorró llevándonos deprisa por la Ciudad Prohibida lo empleó para meternos en unos almacenes del Gobierno donde todo es más caro que en la calle. Y lo que es peor, roban tiempo. Por la tarde viaje al Templo del Cielo, en cuyos rincones se hace extraña música para armonizar el cielo con la tierra. A este templo redondo acudía el emperador para agradecer las buenas cosechas.
En Pekin, en los mercados, puede encontrar todo tipo de productos, textiles, electrónicos, etc. Sus precios son más competitivos que en Shanghai.Esa noche los viajeros cogen un tren con destino Louyang, una ciudad industrial honra a la capital de 40 emperadores. En el viaje María Yen nos cuenta su historia. El padre comunista luchó con Mao desde las revueltas de Shanghai. Ella estuvo dos años en el Ejército. Aprendió español y descubrió el mundo bárbaro en una escala en Nueva York para enlazar a una feria en Venezuela. «Nos habían contado que en Occidente la gente se moría de hambre y que eran estados policiales». Andar por Nueva York la hizo cambiar de opinión pero no de partido. Comunista confesa dice de la revuelta de los estudiantes que «el ejército es para defender al pueblo, no para reprimirle».Llegamos a Louyang. Nada digno de ver en la ciudad. Pero fuera de ella está uno de los pocos cementerios que hay en China, de una rara belleza y sin paragón con los occidentales. Los chinos de forma general no tienen cementerios. Cada familia se hace cargo de las cenizas de sus difuntos. Cerca del cementerio hay una escuela saolin donde los monjes exhiben sus habilidades a cambio de muy poco. Vale la pena. Es el origen de la serie Kung Fu.Por la noche vagamos por la ciudad, por oscuras calles desangeladas, donde la gente vive en la puerta. La única amenaza a tu seguridad es que te atropelle un coche.
En algunos lugares grupos de personas practican tai chí, hacen juegos con abanicos…Noche en el Hotel Golden Gulf. Es un buen hotel aunque sin los lujos de India como sabrán los viajeros años más tarde. Tiene una magnífica sala de billar. Los chinos no suelen hablar otro idioma que el suyo, y no todos. Las Olimpiadas de 2008 cambiaron algo eso como cambia el paisaje urbano plagado de gruas de construcción. Tres equipos se suceden día y noche en cada nuevo edificio. El paisaje de obras se repite en todas las ciudades del centro de China. El afán de los trabajadores, cientos donde en Europa habría docenas, desmiente el dicho trabajar como un chino.Al día siguiente los viajeros visitan las cuevas con miles de Budas de todos los tamaños de Louyang. Son espectaculares en una montaña junto al río. Llueve, será el único día y montones de chinos empiezan a vender paraguas que bajan vertiginosamente de precio cuando los viajeros siguen andando sin hacerles caso.Los viajeros se despiden de la guía local, Mercedes, casada con un militar y miembro del PC. Su suegra no quiere que siga estudiando y están ahorrando para comprarse una plancha.Los viajeros toman un tren, en vagones especiales para extranjeros, que lleva hasta Xian, junto con Atenas, Roma y El Cairo una de las más antiguas del mundo.En el tren, la estricta revisora impide fumar. Habla con rapidez y autoridad en chino. Insistimos los fumadores y, al final, nos mete en el armario con las fregonas. Se quita la gorra de revisora y pasa un rato después, toda amabilidad nobel, para vender artilugios y baratijas. Un italiano vocifera contra los fumadores, sus compatriotas le aconsejan silencio, y se hace miel amistosa cuando los tres salen a preguntar la causa de los gritos.
En Xian nos alojamos en el Hotel Tang Cheng, el mejor hasta ahora. Junto a la mezquita hay un mercadillo musulmán más que interesante. El regateo es obligatorio y tras dar el último precio lo mejor es alejarse sin prisas. Hay un hombre que graba mi nombre en piedra. Hace un trabajo excelente que perdura y puede llegar a un buen precio. Libro en mano el artesano muestra la equivalencia de tu nombre en caracteres chinos. En otras tiendas, cuidado con el cambio pueden intentar devolver céntimos en lugar de Yuan, la moneda china. Cuando exija un cambio correcto se harán los tontos y terminarán dándoselo entre risas infantiles. La mezquita sigue el corte de los templos musulmanes con algunas aportaciones chinas. Digna de verse. Los musulmanes chinos no son hostiles como los de otros lugares. Partimos para ver los guerreros de terracota. Indescriptible. Hay que verlo. Son filas largas de soldados en formación, con armas, caballos, armaduras y rostros diferentes. Para comprar reproducciones no se crea nada incluso aunque los precios vengan rotulados. Desde la puerta hasta el microbús van bajando los precios de las reproducciones desde 100 hasta 1 dólar el juego de cinco figuras. El país chino se abre a la inversión extranjera, aporta terreno, mano de obra e industrialización. El PC chino sujeta las riendas políticas para evitar el harakiri de Gorbachov. Pocos fieles en templos budistas. El comunismo ha hecho efecto. China recupera algunas de sus tradiciones religiosas para ofrecérselas al turismo, en buena parte nacional. La hierba deja de crecer en las escaleras de los templos, bajo la atenta mirada de visibles militares y policías desarmados. Esa China de multitudes perennes se compone de individuos que piensan con más libertad el escaso tiempo libre que les deja la conquista del pan. China es seguro, incluso en zonas de miseria. Los peligros se reducen a los taxistas kamikazes o a cruzar creyendo en el semáforo.
El 18 de agosto llegan los viajeros en avión a Nanking, donde reinó el primer emperador Ming. Visitamos el Mausoleo del Dr. Sun Yat-sen, quien trajo la constitución a China y con ella la república, en los años 20 del siglo pasado. Hay que subir 400 escalones. El lugar está en armonía con la naturaleza.La ciudad tiene un puente magnífico de dos niveles que comparten con el tren. Cuentan orgullosos que los intelectuales colaboraron en la construcción de forma voluntaria. Todo está coronado por recias estatuas de comunistas chinos en actitud combativa. Bajo el puente, en una explanada, soldados chinos realizan movimientos coordinados pero no en orden cerrado y con fusiles sino danzando al unísono y tocando tambores. Un espectáculo irrepetible.
Por 50 yuan por cabeza, un clavo, nos llevan desde el hotel a un castillo con figuras armadas y al inevitable mercadillo, la orgía del consumo. Nuestra guia es una ex miembro del equipo olímpico de Voley chino. Su figura es la de una gran nadadora y no para de hablar.Al día siguiente, el tren nos deja en la Venecia china, lugar de hermosos parajes, jardines privados antaño remansos de paz y de estética algo cargada. El guía Wu es excelente. No ha querido ponerse un nombre español como hacen otros guías locales. Tiene un magnífico sentido del humor. En un taller de seda las mujeres sacan los capullos con la mano de agua a cien grados de temperatura. Sin guantes. Rostros inexcrutables y manos blancas. Paseo nocturno orlado de peluquerías y mendigos. Guiris enormes reciben masajes en los pies. Marchamos a Suzhou, también calificado de paraíso en la tierra por una guía muy joven y pequeña. El aire acondicionado propicia los catarros, de forma especial, tras cruzar el lago en un barco a mediodía con un calor excesivo. En el tren, en vagones de primera pero abiertos a los chinos, que recorre tierras regadas por ríos, vemos barcos cochambrosos. A unas viajeras atribuladas las arreglo una Nikon F55, dos gemelas.Visitamos una plantación de te verde en Hanghou así como su lago central.El 21 llegamos a Shanghai, un punto y aparte. En un templo los monjes forman para recibir a una autoridad rusa. El Bund y los rascielos definen la ciudad. El Metro es sencillo y cómodo, las puertas son tajantes cerrándose. Ascendemos a la Torre de la Perla, 350 metros. Se divisa la ciudad contaminada. Junto a la estación de tren se hacinan los miserables al lado de los rascacielos. Una urbe cosmopolita y fascinante. Siete millones de almas y una catedral medio vacía pero activa, donde se comulga en las dos especies. Insisten mucho en los términos «católico romano».Por la noche, en una gran avenida orlada de hamburgueserías, se acercan misteriosos vendedores que gritan policía y hacen ademán de huir. No se preocupe, no pasa nada. Elija, ponga un precio muy competitivo y eche a andar. Preciosas Montblanc.En la mañana, temprano, grupos de chinos hacen ejercicio, tai chi o lucha con sables en los parques antes de ir a su trabajo. Esta práctica y la moderación en comer mantiene ágiles a los ancianos.El 23 aterrizan los viajeros en Guilin. La provincia la habita una minoría étnica con más simpatía que los del norte. La guía nos cuenta que la mayor parte de los chinos son de la etnia Han. Los viajeros compran un cuadro magnífico a un artista local. Los comerciantes aquí no atosigan aunque miran con descarada curiosidad. Niñas vestidas de marinero se hacen fotos.
Al día siguiente descienden los viajeros en barco por el río Li, un paisaje único en una temperatura maravillosa durante las tres horas. Pescadores y madres cruzan en precarias balsas de juncos frente a nuestro barco. Unos hombres desbrozan camino en un risco. La barca nos deja en un pueblo, donde una mujer introduce el dedo en el ombligo del viajero: «Da suerte, Buda».
El sistema para mantener frescos los alimentos en los puestos de la calle es sencillo, están vivos. Uno elige el pescado o el animal que desea y lo matan para prepararlo. Los puestos de comida están concurridos y el arroz blanco omnipresente. Los viajeros caminan por calles polvorientas, junto a casas sin mantenimiento. En el aeropuerto hacen descalzarse a los viajeros y pisar unas alfombras. Es común tener que pagar una tasa antes de convertir los billetes de avión en tarjetas de embarque. La seguridad dificulta la pérdida de maletas. El avión llega con retraso a Cantón, una ciudad pestilente. El hotel, antiguo Plaza, no responde ni por asomo a las 5 estrellas. Una docena de recepcionistas esperan sonrientes tras el mostrador, ninguno habla otra cosa que chino. Las sábanas de la habitación tienen agujeros pero es difícil expresarlo con mímica para que te las cambien. Si no le queda más remedio que alojarse allí evite la planta 16.Salen los viajeros caminando para comprar algo en un supermercado. Hay cocina en alguna habitación. Las calles están sucias.Los ríos chinos y el gran canal atraen población en su entorno. El capitalismo vino con las máquinas; como consecuencia, el socialismo, su renuncia a la espiritualidad. Las máquinas, el industrialismo pesado, han lanzado naciones enteras a los arrabales del desarrollo. La técnica no es inocua.
El 25 los viajeros visitan más templos en Cantón. Echan la moneda de la suerte y entra. Hermosos trabajos en miniatura en las salas mientras los obreros pintan el techo de vivos colores. Mañana será una antigüedad. Las miniaturas son excelentes, realizadas en marfil o madera. Las casas cuentan una historia desde la madera que se cruza en la entrada para obligar a agacharse al invitado según su categoría. Salimos en barco hacia Hong Kong, puerta olorosa en chino. Es el paraíso del comercio donde los rótulos de brillantes colores y exóticas letras ocultan edificios grises donde viven y trabajan cada vez más chinos. Conocen los viajeros el ferry, la tierra rica de Landmark, Temple, el mercado de mujeres y el de los pájaros. El contraste entre la tradición y el lujo extremo. A la salida del Metro un hispanoamericano canta y toca la guitarra. La ciudad brilla con el esplendor de Occidente. Un paseo en barca lleva a una auténtica ciudad acuática, con restaurantes flotantes decorados por un loco y cientos de barcas donde pescan, algunos viven, los chinos de la isla.
El turismo acaba de empezar en China y todavía sonríen cuando les das las gracias en su idioma: «Xie, xie».Visitando China recuerdo que «nuestras horas son minutos cuando esperamos saber y siglos cuando sabemos lo que se puede aprender». El sentido del equilibrio, yin y yan budista, ha influido en el espíritu del pueblo. El ateismo ha calado en dos generaciones. Pocos devotos visitan los templos y están más desgastadas las escaleras de los tribunales.