Hace mucho tiempo, tanto, que los radiocasetes de los coches eran extraíbles y, por eso y por la depravada extensión de la heroína, su robo era frecuente. Ángel estaba en su hogar, atendiendo a su hija, un día de asueto tras la dura semana en la cadena de montaje de una fábrica de coches.
Al incorporarse a ella, sus compañeros le advirtieron que bajase el ritmo, que no se trataba de que él solo aumentase la producción. Una buena persona, trabajador, no fumaba ni bebía y era aficionado a hacer deporte.
El día se prometía tranquilo hasta que unos ruidos sospechosos le hicieron asomarse a la ventana. Desde allí vio a dos facinerosos manipulando su coche para robarle el radiocasete. Se lanzó hacia la puerta, la abrió a tiempo de verles huir con su botín, cuya venta les daría para comprar un par de papelinas de caballo, azote de aquellos tiempos.
Ciego de rabia cogió el coche y comenzó la persecución. Los amigos de lo ajeno, sorprendidos de la respuesta, tomaron unas largas escaleras de bajada para deshacerse del vehículo perseguidor. Ángel no se lo pensó dos veces y se lanzó con el coche por las escaleras.
No era como en las películas y el auto parecía que iba a desmontarse, pero Ángel seguía firme al volante. Finalmente, logró atrapar a uno entre el parachoques y la pared de ladrillos, se contuvo, un leve apretón del acelerador hubiera aplastado al ladrón. Bajó con una barra de hierro, cuya solidez estaba dispuesto a comprobar si era menester, y gritó al otro: «¡Devuélveme lo que es mío o tu amigo lo pagará con creces!»
El huido se lo pensó un momento. No era cuestión baladí. Comenzaron a sonar sirenas de la policía y Ángel volvió a gritar: «Daros prisa que viene la poli y si me lo devolvéis os dejaré ir». Asombrados por la audacia de Ángel ambos macarras se rindieron y entregaron el fruto de su robo. Nuestro héroe echó marcha atrás y liberó a su prisionero que tomó las de Villadiego con su compinche.
Ángel sacó como puedo el vehículo de las escaleras y volvió a su casa. Nunca más volvió a dejar puesto el radiocasete en el auto, pero no se trataba del valor del aparato sino de la dignidad del trabajador que no se deja robar. No era por el huevo, era por el fuero.
Así quedó todo o eso pensaba Ángel. Hasta que un día paseando por Carabanchel alto, de la mano de su hija de cinco años, iba por la acera hasta que en la puerta del sospechoso pub del barrio vio un grupo de chavales con malas pintas. Distraído hablando con su hija Bea tardó en darse cuenta de que dos de esos mozos mal encarados eran los ladrones del otro día y le miraban.
Ángel calculó, en una fracción de segundo, que no podía darse la vuelta por dos razones. Iba con su primogénita y no podía correr y tampoco tenía intención de dar una muestra de cobardía que le convirtiese en una víctima permanente en ese barrio, precisamente en ese.
Apretando fuerte la mano de su pequeña hija, ignorante del dilema de su padre, Ángel continuó su paseo y se acercó a la acera donde le miraban, rumiando su ojeriza, como si fuera el sheriff de la Quebrada del Buitre entrando en el salón de los Hermanos Malasombra.
Y cuando la tensión de Ángel solo se notaba en sus mandíbulas apretadas y en que su mano libre también iba cerrada en un puño sólido al modo de don Camilo de Guareschi, el grupito de malhechores se abrió y le dejaron un equívoco pasillo mientras se hacía el silencio.
Ángel les miró a la cara uno por uno, casi saludó con la mirada desafiante a los dos con quienes se había enfrentado, rostros pétreos sin expresión. No se detuvo. Pasó con su niña de la mano por en medio, algunos se retiraron aún más atrás para ni siquiera rozarlos.
Tras él y su hija se cerraron filas, se reanudaron las conversaciones y Ángel pudo aflojar el puño y respirar aliviado mientras Bea seguía pegando saltitos junto a él, jugando Dios sabe a qué juego imaginario.
Y Ángel supo que no tendría más problemas con los quinquis del barrio y los quinquis supieron que había alguien en su territorio que no se arredraba y no valía la pena acabar con la nariz rota y unos dientes de menos cuando había tantas víctimas potenciales melindrosas.
Y no saldrá en las trovas de los juglares, ni el prolífico Anónimo escribirá un cantar sobre él pero había ganado en inferioridad dos escaramuzas, la segunda sin combatir. Y la vida sigue en el barrio, al otro lado del Manzanares.