Gustavo Morales
«Y todos llegan, borrachos y serenos, y en sus miradas al frente se pierde la historia de cada cual mientras la canción con que cortan el aire les hace uno. Y sonríen bajo los gritos cortos y secos que ordenan sus movimientos. Soñarán con bayonetas», escribí en mi diario una noche obtusa cuando estuve en las filas del Tercio.
Son herencia de una colonia tardía, del fin de un imperio. Soldados secos y duros. Temibles el siglo pasado. Profesionales de la muerte del de enfrente. Les han entonado desde Celia Gámez a Mecano: «Y soy el novio de la muerte, del de enfrente, como buen legionario». Unidad reciente y legendaria. “Los novios de la muerte” les cantaron en un teatro y ellos lo hicieron un himno con sus hazañas escritas a brochazos de poesía por Luys Santa Marina en «Tras el águila del César».
Son nietos de los Tercios y los Conquistadores. Sus hombres combatieron por su nación, y muchos no eran españoles por la sangre recibida sino por la derramada, en los límites de Europa: África, España y Rusia, sin pedir explicaciones, voluntarios permanentes. La integración se había producido entre ellos medio siglo antes que se pusiera de moda en los cenáculos de Madrid y Barcelona. Sus espíritus dicen cosas sobre la hermandad como “con el sagrado juramento de no abandonar a un hombre en el campo… acudirán todos y con razón, o sin ella, defenderán…” Por cierto, nota: Lo de “o sin ella” lo quitó Franco. Y lo volvieron a poner. Su fundador, el seco Millán Astray, leyó el Bushido.
Son orgullosos y altivos, tienen espíritu de cuerpo. Se estrenaron en Bosnia a su llegada con una pelea con soldados ingleses. Hombres recios, golpes recios. Alguno, en general, no soporta su arrogancia y convierte sus ofensas en venganza. A lo que se presta gustoso el club jacobino. Como no pueden destruir la necesidad de esa unidad para compromisos que el presente internacional ha revalidado, en Congo, Bosnia, Iraq, Afganistán… buscan la lenta decadencia de su identidad, una identidad necesaria porque el hábito sí hace al monje en cuanto al espíritu afecta. Lo que unos construyen con su sangre y sus vidas otros lo socavan con sus normas y papeles. No se alzan y van donde les mandan.
En los años 70 y 80 del siglo pasado, tras la bajada de pantalones del Sahara, fueron varias las voces que pidieron su disolución, desde el diputado canario de cuyo nombre no quiero acordarme, hasta las filas del Partido Socialista, pasando por todo el nuevo mester de progresía. Olvidaban que fue el Gobierno de la Segunda República el que los trajo a España para mantener el orden constitucional en 1934. Las noticias, exacerbadas por esos medios que necesitan vivir del amarillismo, hablaban de espectaculares deserciones en el Tercio Don Juan de Austria, tercero de la Legión, entonces estacionado en Puerto del Rosario, Fuerteventura. También si era detenido un hombre de 50 años atracando un banco, se titulaba: «Exlegionario asalta el Banco el Pato armado hasta los dientes», daba igual que hubiera estado en el Tercio a los 18 años. Eso sí, no se difundía en absoluto que centenares de legionarios se ofrecían para donar sangre en cada accidente local. ¿Grupo sanguíneo? Preguntaba la enfermera. «Larios positivo» respondía el legionario en posición de firmes. O que un par de legionarios se chamuscaran sacando niños de un incendio en Ronda porque los bomberos no llegaban.
Pero, ¡ay!, las televisiones anglosajonas difundieron las imágenes de los marineros de cuota llorando mientras embarcaban con destino a los Balcanes y a Oriente Medio y el Gobierno de Felipe González –quién nos iba a decir que sería el añorado- recordó que tenía a su disposición a unos guerreros vestidos de verde que marchaban jubilosos hacia el fuego: «La Legión, desde el hombre solo hasta la Legión entera acudirá siempre a donde oiga fuego, de día, de noche, siempre, siempre, aunque no tenga orden para ello.» y descubrieron a unos soldados para los que «morir en el combate es el mayor honor» con un espíritu de cuerpo envidiable, «con el sagrado juramento de no abandonar jamás a un hombre en el campo hasta perecer todos», que había revalidado, allá en la tierra mora, el teniente coronel Valenzuela.
Fueron años en que la Subinspección de Leganés fue desahuciada y el general Tomás Pallás, en cuyas tarjetas de visita ponía sencillamente «señor soldado», se la llevó a la Serranía de Ronda, al Fuerte, al cuartel de la Concepción, a Montejaque, donde combinaron los legionarios, como es habitual, el fusil con el pico y la pala, denominando a esa área como campo de concentración Montehäusen de forma humorística. Allí nació la efímera Academia de Mandos y la Bandera de Operaciones Especiales de la Legión. Y los rondeños, que les habían recibido en manifestación protestando por su presencia, vieron que el dinero de los legionarios daba nueva vida a la ciudad, que participaban en los actos públicos para desdicha de los pobres toros de la plaza de Ronda, que las chicas se casaban y formaban familias y que la policía militar legionaria ponía orden con mano dura entre los voluntarios llegados de los distintos tercios, con asiduas visitas al pelotón de castigo: «Sufrir arresto en el pelotón es un derecho del legionario que pecó militarmente; derecho que no debe desposeérsele ni con indultos ni atenuaciones, y mientras que ejerce este derecho y paga sus deudas, ha de tener el orgullo de buen pagador, que cuanto más plenamente realice el pago más se despliega de sus faltas, que al terminar su correctivo deja de pesar sobre él, puesto que lo liberó pagando su justo precio. Nuestra raza no ha muerto aún».
Son guerreros y su peculiaridad la han ganado en combate, donde se forjan los espíritus de cuerpo. Son, mi general, legionarios. Déjelos serlo.