Se llamaba Rufino Antonio, lo del primer nombre lo sabía poca gente como en tantos casos. Había obtenido el título de aparejador, albañil ilustrado lo llamaba él, comenzando Arquitectura en el CEU. Su padre había sido comisario de Policía, ya salió en una de estas crónicas castizas. Era un madrileño de Segovia.
Nos conocimos en medio de una bronca, cuando nos echó a Emilio y a mí de la Federación Madrileña de Tiro Olímpico. Era la primera vez que íbamos, por un convenio con la Federación de Castilla-La Mancha, y él era un cascarrabias e ignoró el convenio porque le daba la gana, una norma que impulsó gran parte de su vida. Cuando pusimos en orden nuestros papeles volvimos por el campo de tiro. Emilio le puso el mote de «cara de malo». Acodado en la barra del bar lucía, saliendo de sus ajados vaqueros, un llavero con el compás y el triángulo. «Encima es masón» pensamos, pero, como las miradas no matan, volvimos a coincidir varios días más y nuestra abierta españolidad se sobrepuso a un mal principio. Fue cantando Los muchachos de Castilla, cuando él nos acompañó entonando también desde su rincón y mejor que nosotros. Pelillos a la mar. El llavero era de aparejadores, la ignorancia es muy osada, en este caso, la nuestra.
Fuimos grandes amigos. Le gustaban los coches, que maltrataba, las armas de fuego, que mejoraba, y la buena comida. Fumaba, bebía como un cosaco de Vlasov y era un auténtico manitas. Recargaba su propia munición con un cuidado digno de un relojero, mejorando la comprada de serie; empezó a hacer cuchillos y se convirtió en un maestro. Cualquier actividad que emprendía se le daba bien. Ganaba campeonatos de tiro y concursos de cuchillería ¡Hasta escribía correctamente! Era un hombre leído que tardaba años en devolver los libros prestados, pero los devolvía siempre y en buen estado. Tenía mundo desde que trabajó en Argelia y compitió en Bélgica.
Bien que disfrutaba de una dureza epidérmica en el rostro digna de consideración. En una ocasión le regaló a su novia de toda la vida un revólver carísimo que siempre había querido él. Cuando la factura del restaurante no era cuantiosa se apresuraba a pagar diciendo: «A mí no me quita nadie una invitación barata». Pero su generosidad era mayor aún. Tanto si hacía falta llevar gente de un lugar a otro, a cualquier hora y con cualquier tiempo, nevando o bajo un sol abrasador, en su Mercedes que siempre supusimos negro hasta que un amigo, Camilo, lo lavó y descubrimos, él el primero, que era azul marino. Usaba el vehículo como ariete para tirar bolardos y aparcar donde le placía.
Hacía arreglos complicados y trabajosos a los amigos, sin queja excepto si le convidaban a comer en La Tasca del Canalla, en lugar de un buen restaurante o que le regalasen un puro Faria, en lugar de un Montecristo por una tarea que le había costado horas y materiales que no cuantificaba.
Tras jubilarse, cuando tenía todo el tiempo del mundo para disfrutar y hacer tantas cosas, le invadió el cáncer, en la garganta, en el estómago. Se fue consumiendo ante los ojos de cuantos le visitábamos, en casa de su segunda mujer, hasta parecer una foto de propaganda holocaustica. Vendió sus armas, regaló sus cuchillos e invitó a whisky del bueno a sus amigos. Él ya no podía beber, el alcohol era como tragar fuego, pero seguía fumando. De hecho, le encontró su pareja sentado en el baño, con un cigarro entre los dedos y los ojos azules sin alma.
Nos llamó ella y acudimos. Le amortajamos entre Emilio y yo según su voluntad: sus pantalones preferidos, su camisa azul a medida, su cinturón rojigualda y sus mocasines mientras musitábamos un Padre Nuestro.
Cuando estaba de cuerpo presente en el tanatorio de San Isidro, su mujer echó de menos las llaves. Las había buscado por todas partes sin éxito. El único sitio en que podían estar era en los pantalones de Antonio, ya en el ataúd expuesto a las miradas y las oraciones de familiares, amigos y compañeros. Hube de entrar y comenzar a registrarle los bolsillos ante los ojos estupefactos de los presentes. No están en este ni en el otro, tenían que estar en los bolsillos de atrás. Salí del cuarto refrigerado, con una enorme ventana de cristal, y se las di a su viuda. Y, por supuesto, deseché la eventualidad de dar explicaciones a todos los que me miraban con sospecha por la exploración apresurada del cadáver de Antonio.
Hoy sus cenizas se avientan en la Casita del Príncipe, donde quería, y su recuerdo nos asalta allá donde mora la memoria de los muertos, en la mente de los vivos.