Eugenio y Ascensión son mis abuelos maternos. Mis difusos recuerdos infantiles evocan el juego de claro oscuros de las estancias toledanas. Una ventana del pasillo a la sala, en su dintel sujetaba el botijo cotidiano, abría la visión entre el cuarto en tinieblas y el pasillo casi luminoso.
En el edificio había un niño con hierros en las piernas, tenía la polio. Jugábamos juntos en un patio cuya enormidad del recuerdo infantil desapareció en una visita de adulto, mi peregrinaje tras la senda del niño que fui. Mi abuelo Eugenio era adusto y austero como castellano de campo. Algo agarrado, en opinión de sus hijas Chon, Rosa, María y mi madre, Leo. Había sido guardia de asalto en la II República y se mostró poco remiso a asaltar el Alcázar durante la guerra. Un certificado de cólico nefrítico de un médico amigo le salvaría de la depuración.
Mi abuela era dulce, de moño eterno y rostro enjuto, se murió cuando lo hizo su marido.
Tuvieron cuatro hijas. La mayor, Chon, casó con un carpintero, Agapito, de la fábrica de armas de Toledo y se fueron a vivir al poblado obrero, una casita baja con huerto, jardín y taller que le daban antaño a los obreros de esa fábrica. Chon tuvo cuatro hijos varones y una hermosa chica. María se casó con un guardia civil, Antonio y se fueron a vivir a Getafe a la calle presidente Kennedy. Tuvo hijo e hija. Rosa se quedó en Toledo y casó con un policía armada, Isidro, que se había pasado durante la guerra con una ametralladora a los nacionales. Tuvieron dos hijas, Rosa y Eugenia.
Mi abuela Rosario, la madre de mi padre, venía de un mundo mágico. Sus apellidos eran Vázquez de Castro y Diez de la Cortina. Había nacido en Filipinas, en una guarnición colonial española, donde abrían el champán a sablazos. Hablaba de las cosas de la Historia en primera persona. Su padre combatió en Cavite, al mando de una sección de infantería de marina. Escapó de los tagalos para caer prisionero de los norteamericanos.
En sus historias, que nunca tuvieron el gusto de abuelo Cebolleta, había carlistas y emigrados a América, el conde de la Cortina de la Mancha. Sin embargo fue Sevilla quien dejó mayor impronta en la vestimenta y el habla de mi abuela Rosario. Hacía trampas a las cartas, tenía criada y a ella culpaban los estudiantes de la pensión de al lado, de las bromas de mi abuela.
No conocí a mi abuelo Gustavo. Murió un azaroso 19 de julio de 1936, en la toledana calle las Armas, bajo las balas de la Guardia Civil que no se andaba con distingos cuando corría hacia el Alcázar. Otro 19 de julio, muchos años después nacería su bisnieto Gustavo, mi sobrino. El abuelo Gustavo era republicano de Azaña, con sombrero y fábrica propia, de pastas por más señas. Entre sus ancestros hay un diputado de la primera república española cuyo parecido con mi padre es sorprendente. Bromeaba sobre la entrada de un Morales al mando de una unidad, también de infantería de marina que es una fijación familiar que rompí, en la corte navarra del pretendiente Carlos. Esto trae a mi sangre las gotas de sangre jacobina de Machado, el mayor. La vena republicana, de justicia social, izquierdista en parte, me viene también de mi padre y de mi abuelo.
Safón, una orilla arenada del Tajo, era la playa de Toledo. Allí echaban dreas de barca a barca chavales que no sabían nadar.
Mi padre, atado a una cuerda se tiró desde una barca sin saber nadar. El extremo se le escapó al de la barca y la suerte hizo que la corriente le llevara de nuevo hasta la borda. La cuerda tirado barco arriba. El padre de los niños Pimentel contrató a nadadores profesionales para enseñar a sus dos hijos. Así estaba más tranquilo.
Estuve en las dos bodas de mi padre. En la segunda de fotógrafo. La pareja se trasladó desde Toledo a Madrid, cuando mi padre Gustavo Morales consiguió ingresar en la Dirección General de Tráfico. Me crié con mis hermanos, Elena y Eugenio. Dreas y cantazos en Comillas, un antiguo barrio de ex presos, transformado en poblado gitano. Fui alumno libre hasta cuarto de Bachiller. Una vez al año, por un extraño misterio de los distritos estudiantiles, los de los pares de la calle Antonio Leyva se examinaban en el instituto Cervantes, en la glorieta de Embajadores. Los de los impares de la misma calle nos teníamos que ir a Guadalajara, al Instituto Brianda de Mendoza, cuya palmera en el patio forma parte de los angustiados recuerdos de cuantos nos jugábamos el curso entero en un día de exámenes.
Modesto Marín, quien era algo en el Ministerio de Educación y era amigo de alguien, consiguió que se me considerase de los números pares de Antonio Leyva o algo así y pude matricularme de cuarto de Bachiller en el Instituto Cervantes, acudiendo todos los días a clase. La severa preparación de alumno libre me facilitó la parte educativa del instituto y pude dedicarle más tiempo a la social. Es decir, a enterarme que había un mundo más allá de Toledo y del barrio de Carabanchel.