Hasta entonces, mis relaciones se dividían entre los niños vecinos del barrio y la familia. Tras la Primera Comunión engordé lo que intensificó la afición por la lectura que transmitía mi padre. Esto y un balonazo ayudaron en mi indiferencia hacia el fútbol. Opté por las chapas y la bicicleta de alquiler cuando hubo dinero en casa. Esto suponía que mi padre encontró otros trabajos como profesor de Historia en un colegio de monjas y de Matemáticas en una academia.
Entré en el grupo scout al que daba cobijo la parroquia de San Miguel Arcángel. En él desperté a la adolescencia, es decir, al sexo y la muerte como tema recurrente de conversación. Y adelgacé hasta la normalidad. Los campamentos me facilitaron una capacidad de adaptación al medio, social y natural, además de aprender a orientarme en el campo y en la vida. El escultismo me mostró que todos los problemas están sin resolver antes de enfrentarlos. Mi grupo, sito en Carabanchel Bajo, con puesto en el barrio de la Guardia Civil subiendo la calle General Ricardos, transitó años después al maoísmo. Casi todos se hicieron de la Joven Guardia Roja. Yo me había hecho scout para llevarle la contraria a mi amigo Manuel Ignacio que se había hecho de OJE sin avisarme.
Di con el grupo en el patio de la iglesia de San Miguel Arcángel y sin conocer a nadie me apunté. Entré en la Patrulla Linces y era su jefe al mes y medio, con gran enfado de un Nacho que era el jefe anterior, se me dan mal los nachos. Al jefe del grupo lo llamaban Papi, acabó ligando con Izaskun, amor secreto de todas las seisenas de lobatos y más.
La patrulla Linces era una especie de legión extranjera del grupo. Los decentes estaban en Mapaches, uniformes impolutos: Alfredo, el anarquista del barrio, y Juan Antonio, mi amigo más añejo. Por allí también pasaron Emilio y Marcelino. En mi patrulla estaba Eusebio, a quien luego becaría el Ministerio de Justicia en Carabanchel por un atraco; Zapata, que hacía honor a su nombre y dos hijas a Fifi; Javier el pastillas, no digo nada más, y José Carlos, un testigo de Jehová que me llevaba a debatir con su madre sobre la promesa scout. También conocí allí al hombre más manitas del mundo: José L. Porras y a una de la mejores personas que conozco, Juan A. Velasco, alías Morgan, quien me ofreció el mando de su nudo en una etapa posterior de los scout al hilo de la edad crecida.
Mandaba la tropa scout Vidal, luego candidato extremeño por las listas de Izquierda Unida tras el paso por el maoísmo de medio grupo, yo estaba en el otro medio. Vidal tenía una descripción similar a la de Don Quijote de joven y con gafas. Acabó siendo el alcalde socialista de un pueblo o eso dicen. Romero jugaba a minero rojo, la tradición heredada del padre que sí lo fue, se hizo de CCOO y llegó a algo. Una noche me esperó con otros en el portal de mi casa para ajustarme las cuentas por fascista, se disculpó cuando no consiguieron su propósito porque me lo tomé mal.
Nieves, una chica encantadora de la que estaba enamorado como el adolescente que era Agustín, amigo y compañero en la melancolía de Simon y Garfunkel en las tardes de domingo antes del paseo a plaza de España con la intención expresa de ligar. La más sonada fue cuando nos ligaron a nosotros en plena calle para una fiesta en una parroquia cercana con un adorable déficit de varones, un baile y una escoba.
En el entorno de la parroquia y en conjunción con la agrupación scout y otra gente del barrio se formó un grupo de teatro en torno a un cura joven y barbudo aficionado a la fotografía. Una de las que me hizo la tengo aún en la pared. En él se hicieron muchos matrimonios tras distintas combinaciones. En esa área, y sin haber hecho más que de león en los telones y acomodador en el seminario donde se representó “Esperando a Godot”, andaba con la gente del grupo de teatro.
Tiempo después, una noche en una playa de Gijón, nos liamos los del grupo del barrio a sacar los mástiles de las banderas y a tirarlos y llevárnoslas. En esas andábamos cuando apareció la Guardia Civil. Nos desperdigamos a la carrera, Pilar se quedaba atrás, no podía más. Los guardias daban el alto a voces, la sirena, el haz de luz, corriendo y atravesando vallas entre el ladrar de perros. No la solté la mano, no nos desenganchamos. Escondidos tras las altas hierbas y la noche, cruzamos la carretera y llegamos a nuestras tiendas de campaña. Pilar repetía, “me he cagado”, la calmé, ya pasó todo. Me contó que estaba preocupada porque le había dado un beso en la boca y temía estar embarazada. La tranquilicé al respecto. Cuando fueron llegando nuestros compañeros y comentamos excitados nuestras diferentes huidas, Morgan aprecia el olor. Pilar se ha cagado de verdad y Morgan inmisericorde la hace meterse de noche en el mar Cantábrico para lavarse. La cosa se enfrió.