Gustavo Morales
Un compañero profesor de la Universidad y, a pesar de ello, amigo, Ignacio Armada, me presenta a un individuo enjuto que habita en un pueblo ignoto donde no se habla con nadie porque todos viven del momio y él, en la pobreza extrema. Tablilla de cuerpo y añorante de vello en la cabeza, sus ojos claros encendidos me hablan con pasión de su trabajo, que desgrana su boca. Era, y es, guionista de cine. Y culto a pesar de que repitió más cursos en Bachiller que Pérez Reverte, lo que le llevó a hacerse pruebas de inteligencia de las que quedó satisfecho, dado que la mente se desarrolla como los bíceps, si la estrenas, la entrenas y la usas. Quiere llegar a los 120 años para que le dé tiempo a contar todo lo que tiene que decir.
Militaba en la extrema izquierda, me cuenta, tan apasionadamente que acabó en las filas del Fuerzas de Liberación Popular Farabundo Martí, en la guerrilla salvadoreña, que acabaron siendo el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Nada que no haya salido en la película La vida de Brian.
Le pruebo en cuestión de armas y sabe desarmar un «cuerno de chivo», como llamaban por Centroamérica al fusil de asalto AK-47, el mítico Kalashnikov de cargador curvo con 30 cartuchos del 7,62×39. Recita las bondades del lanzagranadas RPG7 y del resto de la parafernalia guerrillera. Aprobado con nota.
Me cuenta cuan poco les importaban a esos guerrilleros el pueblo verdadero, el de carne y hueso. Recuerda casi avergonzado el desprecio que sentían por los campesinos, mera carne de cañón que interponían entre sus líneas y las fuerzas de élite del Ejército para luego denunciar las matanzas del fuego cruzado, carne de propaganda. También estuvo en las dos emisoras de radio que mantenían los «felipes», así los llamaba el gracejo popular por aquello del FLP, para terminar enriquecidos con sus negocios porque el pueblo, zafio él, no había entendido que ellos eran la vanguardia del proletariado y no se merece el sacrificio de los egregios comandantes guerrilleros.
De la quema salva a unos pocos, unos por muertos y otros, los menos, por honrados y con ganas de saber algo más allá del angosto dogmatismo marxista-leninista. De hecho, muchos, cuando volvían de cursos en Vietnam regresaban cambiados y «con ganas de ser el califa en lugar del califa», que decía el gran visir Iznogud.
Ahora, a sus cincuenta años largos, su vida y su mente han cambiado. Tuvo su camino de Damasco, también a su madre moribunda en sus brazos y Dios ha entrado en su vida para no marcharse. Su madre le pidió que siempre dijera la verdad y que fuera un hombre honrado. Su vida pegó un giro de 180 grados, san Pablo mediante. Hay emoción en su rostro cuando lo cuenta.
Hoy es lector de este periódico, El Debate, y ha buscado el encuentro conmigo porque me sigue, dice, en mis modestas Crónicas Castizas, debe ser de mis cuatro lectores, a donde llegó buscando a Luis Ventoso porque no le hallaba ya en las páginas del antaño prestigioso ABC, tornado en un periódico más.
Lector infatigable, un director de cine conocido, ¿he dicho que era guionista?, le recomendó que sus historias personales las convirtiese en una novela porque pueden llegar a ser increíbles y en ello anda con furor de lector-escritor que todo es uno.
Las fotos que me manda al correo más tarde me demuestran que su historia tiene visos de verosimilitud, menuda palabra. Anda escribiendo la novela que le dijo el director famoso, mientras vive plantando algo en el pueblo ignoto para comer poco y mal, pero sano y cultivando tabaco para poder fumar, no tan saludable pero sin aditivos.
Le pido una entrevista y él la aleja a cuando termine la novela. Insisto en que podrían ser dos, una contando su experiencia y otra cuando termine su obra. Se lo piensa mientras terminamos el licor de café que la generosidad de Dani, el portugués, pone en nuestra mesa.
Nos despedimos, él con cariño y yo con una leve sensación de oportunidad perdida, pero nada puede amargarme el día después del encuentro de esta mañana entre la rectora y la decana con los estudiantes que hacen La Pizarra de El Debate.