De etarras y cuernos

Gustavo Morales

El destino en el norte de España tuvo su aquel. A veces tenía que acompañar a su mujer a la compra porque los tenderos se negaban a atenderla al saber que era esposa de un guardia civil, un picoleto.

–Buenos días, ¿me da un kilo de patatas por favor?

–No tenemos patatas, se acabaron.

–¿Y esos sacos que hay detrás de usted?

–Están comprometidas con nuestros clientes de siempre.

La mujer volvía a casa dolida, a veces llorando, y la indignación se adueñaba del sargento Martín. No podía quejarse, era guardia y había pedido voluntariamente ese destino, buscando los puestos de mayor riesgo.

Era su forma de entender el servicio, algo más minoritario cada día. De hecho, muchos de sus compañeros no entendían que fuera su segundo turno voluntario en el País Vasco.

Martín se colgó el subfusil al hombro y fue a la tienda. Señaló el saco donde se veían perfectamente las patatas.

–Deme un kilo de patatas, ahora.– Su voz era seca y autoritaria.

–Ya le he dicho a la señora que…

–Un kilo de patatas, ¡ya!

Mientras le llenaba la bolsa, el sargento depositó las monedas cantarinas sobre el mostrador. Volvió a la casa cuartel y dejó las patatas sobre la mesa de la cocina.

Juan, si no se trataba de las patatas sino de cómo vivimos aquí, cómo nos tratan…

–Ahí está el kilo de patatas, cuando tengas más contrariedades de esas me lo dices.

El sargento Martín también sabía que no era un problema de tubérculos sino del vacío que una minoría audaz y agresiva forzaba a imponer a una mayoría dócil, asustadiza y cómplice. Pero no quería otro dolor de cabeza.

Salió de su vivienda y entró en el cuarto del oficial.

–A sus órdenes, mi teniente. ¿Alguna cosa para hoy?

–Hola, Juan. Sí, mira. Hay ahí un tipo que dice que quiere prestar declaración de cosas muy importantes, según él. Te estaba esperando, coge los archiperres y veamos qué quiere.

El sargento Martín hace pasar a la oficina al paisano. Su cara le suena, le ha visto por la calle varias veces.

–Buenos días. Me llamo Koldo. Quería… –duda durante unos instantes, pero sigue con la voz más firme y la barbilla echada para adelante– quería denunciar a un comando de ETA.

El teniente Pérez y el sargento Martín se miran un instante y adelantan el cuerpo en señal de atención.

–Siga, siga –le anima el oficial, descansando la mano en la funda de la pistola.

–Sí, claro, bueno soy parte de un comando, soy laguntzaile, sólo me ocupo de labores de apoyo e informativas, de averiguar los horarios de ustedes, a dónde suelen ir o por dónde pasan habitualmente. También de un empresario. Vamos, yo me ocupo de eso en el talde, los otros tres ejecutan las ekintzas.

Taldes son grupos, ekintzas son atentados, acciones –le susurra el veterano sargento al teniente bisoño sin interrumpir a Koldo.

–A veces también hago de mugalari, les ayudo a cruzar la frontera para conseguir material o recibir instrucciones. Tenemos un zulo con material, armas y explosivos. Les puedo llevar.

–Martín, llama al GAR que salimos de paseo con este señor en un rato. Siga, siga, por favor, es muy interesante lo que cuenta.

El sargento se dirige al teléfono y marca el número, mientras el confidente sigue hablando.

–En mi casa hay dos gudaris, uno es Iturralde, es el jefe y encargado de eliminar a los txakurras, perdón, a los guardias como ustedes, ya saben. Otro es Ciganda, de veintitantos años, abandonó hace un año la kale borroka y se incorporó a un comando, el tercero es Urdiain.

–Ya se lo dije, mi teniente. Ese Ciganda dejó de aparecer en las herriko tabernas y en las manifestaciones. Se volvió bueno y cumplidor de la noche a la mañana y finalmente desapareció.

–Bien, bien, Martín –cuando el teniente se pone muy serio no usa el nombre del sargento sino el apellido–. Usted, ¿Koldo ha dicho que se llama? Vamos a comprobar todo lo que está diciendo. De hecho, tendrá que repetirlo varias veces, porque en cuanto pasemos la noticia seguro que viene aquí el jefe de línea. Pero hay algo que quiero preguntarle, es algo personal, de conciencia. ¿Por qué nos está contando todo esto? ¿Quiere dinero? Algo podemos conseguir. Koldo. ¿Qué le motiva a hacer esta confesión que le implica? ¿Busca inmunidad?

Koldo tarda en contestar, arruga la txapela entre sus manos, que evidencian la tensión que sufre, y contesta con la vista en el suelo del cuartelillo, que conoció tiempos mejores:

–Mire usted, teniente, yo salgo a trabajar todos los días, bueno, casi todos. Algunos hago tareas de información. Esos tres están alojados ahora en mi casa, una casa amplia. El otro día volví antes de tiempo. Y el viejo, como llamamos a Iturralde, aunque yo soy mayor que él, se estaba beneficiando a mi mujer en mi propia cama de matrimonio. Ciego de dolor y de rabia salí de mi dormitorio y entré en la alcoba de mi hija, donde, peor aún si cabe, los otros dos se estaban aprovechando de Edurne, mi hija de 15 añosizorratzen. ¡Esos son mis compañeros! Así me pagan que les dé cobijo y comida, orientación en la muga e información sobre ustedes que son su próximo blanco.

–Mire, Koldo, no sé ni qué decirle. Martín, llévele a una celda mientras esperamos a los chicos del GAR y vamos hoy de caza.

–Mi teniente, gran parte de nuestro éxito es por la delación y desde luego a este hombre no le faltan motivos. ¡Menudos compañeros! –coge al delator del brazo y se dirige a la celda.

No hubo heroísmo, la resistencia etarra se limitó a dos tiros de Urdiain. El comando Éibar cayó sin pena ni gloria. Koldo huyó a Francia, que es lo que tenía que hacer para no señalarse como el delator, y siguió colaborando con la seguridad española. Todo por un asunto de cuernos.

Publicado en El Debate

Sigue y dale «me gusta» a esta página