Gustavo Morales
Robustiano Gómez camina hacia la Comisaría del Rastro. Ha sido un buen fin de semana, ha cazado unas cuantas piezas que mejorarán su mesa unos días. Robustiano es delgado, enjuto, seco de carne y palabras, no muy alto diría él, los demás dirían que bajo.
Antes de la guerra, Robustiano era seminarista, cambió la sotana por la estrella de alférez provisional. Se casó y tuvo un hijo, Antonio. Ingresó en la Policía y su descansado puesto anterior se disipó cuando dio un sin novedad a su jefe que sonrió socarrón y le señaló un cadáver en las vías del tren. Su puesto de ahora no es malo pero sí más agitado y le dificulta dedicarse a la caza, su afición, desde que vivía en Riaño.
Ahora entra en la Comisaría y contesta con un gesto a los policías de gris que se cuadran a su paso llevándose la mano a la visera. Se deja caer en la silla de su despacho y pregunta a su ayudante: «¿Qué tenemos hoy?».
Tras resolver todo el papeleo pendiente un policía llama a la puerta y entra sin esperar:
–Señor comisario, hay un hombrecillo en la puerta que quiere presentar una denuncia.
–¿Es algo gordo, Matías?
–A mí me lo ha parecido, jefe.
Robustiano va a la sala de espera donde un hombre menudo está sentado en el borde de la silla con su gorra entre las manos. Salta como un resorte cuando ve que el comisario se dirige hacia él.
–¿En qué puedo ayudarle?
El hombre con voz temblorosa desgrana sus cuitas. Había cobrado su sueldo mensual, lo llevaba en el mismo sobre que le dieron, al salir de la estación de Metro se dio cuenta que no lo llevaba encima. Se registró, volvió sobre sus pasos buscando inútilmente.
–Señor policía, es todo lo que tiene mi familia para comer este mes.
Robustiano piensa un momento, acariciándose el mentón y responde: «Vuelva usted mañana a estas horas y espero haberlo solucionado. Matías, acompáñele a la puerta».
El comisario ordena a su agente que convoque a los descuideros, esos que sacan sus delictivos jornales de desplumar sin violencia a los incautos en el metro y en las aglomeraciones. El joven sale como un rayo.
Es casi el mediodía cuando en la Comisaría se presentan tres hombres. Matías pide permiso y les hace entrar en el despacho principal. Robustiano ya los conoce. Son asiduos: el Manitas, el Dedos y el Piernas, los alias que responden a su especialidad. Su actitud es respetuosa.
Sin levantar la cabeza del papel, el comisario comienza a hablar muy bajo para tener toda su atención:
–Esta mañana en el Metro de Puerta de Toledo le han levantado a un honrado trabajador –Robustiano subraya con el tono esas dos palabras– su salario mensual. Catorce mil pesetas en un sobre blanco. Las quiero aquí antes de las ocho de la tarde. Nada más, quitaros de mi vista.
Cuando se van apresuradamente, el comisario levanta la cabeza y se diría que casi sonríe.
Faltan catorce minutos para la hora límite cuando el Dedos se presenta en la Comisaría y pide ver al jefe. Al entrar, ¿da usted su permiso?, deposita sin decir nada el sobre en la mesa de Robustiano. Lo abre y a ojo comprueba que están las catorce mil pesetas.
–¿Cómo se te ocurre quitarle todo el salario a un trabajador, hombre? ¿Quieres arruinar a una familia?
–Señor comisario, yo cogí el sobre al descuido, ¿cómo iba a saber yo que llevaba todo el sueldo?
–Lo supiste, Dedos, cuando miraste el sobre.
–Pero ya se había ido y no me iba a poner a buscarle.
–Yo entiendo que todos tenemos que comer pero 50 o 100 pesetas pase, un salario no. Que no se repita o te entrullo.
A la mañana siguiente, se presentó el obrero al que habían robado. No cabía en sí de alegría cuando el comisario le devolvió el sobre con todo su sueldo. «Gracias, gracias» repetía una y otra vez mirando agradecido a Robustiano.
El policía Matías le dijo a su comisario:
–Hay días en que este oficio tiene sus compensaciones, jefe.
–Vaya que sí, Matías, vaya que sí. ¿Recuerdas cuando los obreros quedaban en la Puerta de Toledo el día de cobro para cruzar todos juntos el Puente de Toledo?
–Sí, jefe, la zona estaba llena de atracadores y así los evitaban. Esos sí que eran mala gente, armados y peligrosos.
–Como se solucionó fue poniendo un puesto de la Guardia Civil en General Ricardos.
–Claro, los guardias civiles no usan porras.
El comisario enciende un puro retorcido, de esos que le traen de Canarias, se entierra de nuevo en el papeleo y la vida sigue.