Hace años, pocos para un historiador y muchos para un médico de urgencias, tenía un amigo que se hizo veterinario. Era un elemento especial: generoso, servicial y simpático cuando y con quien quería, que no era siempre ni la mayoría de las veces. Hombre osado y directo era extraordinariamente tímido con las mujeres solteras y cortés con las casadas.
También era un entendido en la agricultura y ganadería del Mercado Común a cuyas puertas estábamos entonces y cuya entrada criticaba por las renuncias que suponía para nuestra nación. No lo hacía sólo en la barra de un bar, que también, sino con números y papeles.
Infancia y juventud
Su infancia había transcurrido en un pueblo del Bierzo, Calamocos. No fueron pocas las veces que nos arrastró a una taberna de madera rústica y piedra, en la Cuesta de San Vicente, a comer botillo leonés, lacón con pimientos y cocina tradicional del Bierzo. Todo regado posteriormente con aguardiente casero, que aún era legal entonces, por gentileza de la casa ante el abultado consumo que hacíamos, incluyendo un vino imperdonable pero trasegado. El veterano periodista Vicente Talón nos acompañó en alguna ocasión.
Durante su servicio militar estuvo en el Ejército del Aire (sin espacio). Una noche abandonó el puesto de guardia para irse al pueblo a tomar algo. A su regreso para recoger el arma y las trinchas la Policía Aérea no fue comprensiva y le becaron en un calabozo alargándole el tiempo de servicio militar. El día de puertas abiertas gritaba por las rejas: « ¡Socorro, socorro, me han secuestrado!», inquietando al público asistente. Le enviaron de escolta de Gutiérrez Mellado, lo que dejaba claro el cariño que le tenían algunos militares a ese general, dada la preparación para el puesto de nuestro personaje.
Bares
A pesar de que su padre tenía Grandeza de España, le conocimos en el histórico restaurante La Criolla, en la calle Fuencarral, y la madre descendía de un par de Francia, por voluntad propia se fue a vivir a Vallecas, a la calle del Doctor Fernando Primo de Rivera. Entraba en los bares del barrio saludando y dando voces y su desparpajo le hacía inmediatamente un lugar entre los parroquianos habituales. Le llamábamos el Crápula.
Sabía hacer unos cangrejos picantes, tanto que su consumo tenía que realizarse en las cercanías de un parque de bomberos. Vencía siempre en los desafíos a comer guindillas que realizábamos en Lavapiés. Perdía quien bebía para aplacar el ardor o se le saltaban las lágrimas. Lo que hubiera dado yo entonces por saber que el truco para calmar la boca era el consumo de azúcar.
Correos
Por caprichos del destino y de un profesor que no comulgaba con él, acabó de jefe de seguridad del servicio de Correos de una importante ciudad española.
Atento al servicio, andaba algo mosqueado por las protestas del público que se quejaba de paquetes que nunca llegaban. Tras algunas investigaciones que crearon en él una certeza, ni corto ni perezoso, cogió una palanqueta y se puso a reventar las taquillas que los carteros tenían en la central. En beneficio de tan probos funcionarios hay que decir que, en la mayoría de ellas, no encontró nada ajeno pero algunas estaban repletas de paquetes y envíos que los malandrines se habían apropiado en beneficio propio, de ahí lo de apropiar. El escándalo fue mayúsculo y nuestro hombre afeó la conducta de los amigos de lo ajeno con un vocabulario digno de su tierra.
El caso llegó a juicio y su señoría el juez apreció que no tenía derecho a abrir las taquillas a pesar del descubrimiento de los robos reiterados y quien fue despedido fue mi amigo Jamet mientras los ladrones quedaron impunes y animados a seguir con su lucrativa actividad. Poco después, ese servicio de Correos dejó de enviar los paquetes a domicilio y remitía una nota para ir a recogerlos a la central. La excusa fue que no querían cargar a los carteros con tanto peso.
Y digo tenía un amigo porque ese corazón tan grande que le reventaba el pecho lo hizo textualmente en su casa, a solas, donde murió sin decir ni pío, cosa rara en él.