La agonía de un hombre tranquilo

Gustavo Morales

Mis cinco lectores se reducen a cuatro, uno de ellos agoniza preso del maldito cáncer que hace su blitzkrieg en su cuerpo torturado. Es Javier Castro Villacañas (1964 y, por desgracia, 2023) un personaje de estirpe, una en la que no faltaron leales intelectuales, como su padre Antonio, ni guerreros, como su tío Demetrio.

Él siempre fue un hombre de fe, patriota sin pulsera, amaba intensamente a España; compañero del sol, escuadrista cuando había más sinsabores que prebendas por serlo, que presumía de ser republicano por convicción. Lo era. Estuvo en distintos saraos de esos que se organizaron en el antiguo caserón de San Bernardo, de la mano de Trevijano y algún conspirador más director de periódico.

Javier, entrañable, parece un personaje de Pérez Galdós, uno con la vista siempre arriba, brujuleando por un Madrid que conocía íntimamente. Valiente a su manera, osado, nunca temió enfrentarse con los políticamente correctos de una y otra banda, esa que quiere podarlo todo y la que quiere que todo se pudra, en los programas de televisión a los que acudía. Al final quedaba mal con muchos por sus ideas firmes y sus creencias cristalinas, con todos excepto con sus amigos que valoraban su pensamiento agudo y original. No evitaba la compañía de izquierdas ni de derechas y tampoco se escondía. Era un demócrata auténtico en una país lleno de falsos demócratas.

Casado con una hispana del otro lado del Atlántico, chilena, de una tierra que también amaba y conocía como su segunda patria. Tuvo hijos con ella que parecen salidos de la Constitución de Cádiz, españoles de ambos lados del océano.

Abogado, periodista, de vida universitaria muy intensa. Estuvo en el equipo de Gustavo Villapalos que le contrató para el Rectorado. Discreto, conocía la realidad de muchos mitos con los pies de barro, de leyendas inventadas por los interesados, de profesores de manos largas pero nunca dio publicidad a todo ello. Acaso una anécdota breve en su círculo íntimo.

Anécdotas universitarias como cuando el catedrático Vicente Palacio Atard, abofeteó en la Universidad al también catedrático José María Jover, molesto porque le encargaron a este y no a aquel coordinar la Historia de España de Menéndez Pidal. Otras como cuando Julio Aróstegui, rabioso, destornillador en mano, robó la placa de Antonio Fernández como jefe del Departamento y Aróstegui, conocido por algunos como Julio «el rojo», era raudo en olvidar cuan azul era su padre y las boinas rojas de quienes le ayudaron a hacer su tesis. Miserias de la Universidad.

Fundó Javier una revista con otro Javier, Generación XXI, dirigió un par de programas de radio en la Inter y en la COPE, pues tiene una voz prodigiosa. Escribió en distintos diarios con pluma incisiva y dio clases en la Universidad, también dio a la luz varios libros de denuncia de un sistema que aplasta a las clases medias y que impone la desigualdad genética, es biógrafo de José María Gil Robles y de Miguel Blesa con perdón de ponerlos juntos.

Hombre leal y controvertido. Podía haberse callado y encajar mejor en el entorno donde se movía pero, fiel a sus ideas, nadó contracorriente y prefirió la verdad a la paz, en honor de Unamuno. Sus amigos, pocos y con razón, sus enemigos, muchos y errados con hache y sin ella.

Pero todo eso no es importante. Javier se muere hoy a chorros en Puerta de Hierro, dejando huella en cuantos hemos tenido el placer de ser sus amigos pensáramos lo que pensáramos y España es aún más triste sin él, cuando la quería Javier alegre y faldicorta.

Publicado en El Debate

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