Pelo graso, lacio y largo, gran bigote y mal afeitado en un rostro de cuero viejo. Siempre con la misma zamarra que volaba en torno a su cuerpo quijotesco y retorcido como un olivo. De andares derrotados, oscilantes, casi marineros y mirada intensa, insultante. Le gustaba enseñar su carnet de identidad, cuando antaño venía en él la profesión: «quincallero», vamos quinqui, la aclaración añadida con sonrisa de sorna. Bromeaba con las sílabas iniciales de su nombre y apellidos, JeHuVa, bordeando la blasfemia cristiana y superando la hebrea. Jesús Huertas Vargas, pero todo el mundo le llamaba Susy, el Susy.
Solía llevar una camiseta que había sido blanca antaño, es un suponer, donde se leía malamente «España, hay quien te quiere y hay quien te USA». Era de izquierdas, de una izquierda difusa y españolista sin otro militante en Orcasitas más que él, decía, es probable que fuera el único del planeta de esa guisa.
«Bajaba a la civilización» del vecino Carabanchel, con notable frecuencia, a beber cerveza en un local llamado La Comedia de la calle del padre Oltra, líquido que envenenaba con copas de orujo que sumergía en las pintas doradas. Cuando el nivel de alcohol le llegaba a las pestañas, que era pronto por la constancia con que se aplicaba, se ponía a farfullar elevando la voz, desbarrando en filosofía e historia, en caló y en castellano, y entrando a los demás clientes del local hasta que alguno de los dos hermanos que lo regentaban le echaban de allí, usando y abusando del dóberman negro, como sus almas, que encerraban tras la barra. Uno murió de sobredosis, el joven, y el mayor, sanguijuela de su hermosa y emporrada novia, se hizo pastor luterano como solución de vida más que como redención religiosa. El perro lo acabaron vendiendo a canallas que organizaban combates de canes, maldita sea su estampa.
El Susy invitó un día a la comunión de su hijo a los clientes y, a pesar de ello, amigos con quienes compartía alcohol y desbarres. Algunos acudieron con más miedo que vergüenza al sarao que organizó entre chabolas enfangadas del poblado de Orcasitas, conocedores de la fama del barrio. Tras la ceremonia religiosa, Susy protagonizó el evento con su voz cascada y recia, aullando incoherencias que su mujer calé disipaba antes de llegar a los oídos del ilusionado chaval, vestido con traje prestado de marinero de blanco. Corría el alcohol y humeaba la grifa, los críos jugaban entre latas y uralita que no se sabía aún cancerígena. La fiesta se difuminó con el goteo de salida de los convidados hasta que quedaron sólo los más viejos del lugar y alguno de los más jóvenes.
Apenas amanecía cuando la mujer de Susy se levantó, no por la ausencia de su marido del lecho conyugal que no era infrecuente, sino movida por un presentimiento que la sofocaba el sueño. Vio, ahogó un grito y se derrumbó. En el salón, colgado del techo, con medio palmo de lengua fuera y los ojos abiertos y saltones, estaba Jesús Huertas, los pies flotando en el aire con el vaivén de los ahorcados en cuya cofradía había ingresado por méritos propios. Junto a la mesa derribada, una nota en caligrafía apresurada: «No os aguanto más».