Pasión por los cierres

Gustavo Morales

Crecí oyendo anécdotas de redacciones mitológicas. En la redacción de Arriba, una sala enorme donde por las tardes, en una esquina, unos cuantos hacían tertulia con Eugenio D’Ors, dos redactores se apostaron a ver quién acertaba a la manecilla del minutero del reloj. Empezaron los tiros de pequeño calibre, algunos miraron al principio, pero todos volvieron al papel o a la palabra sin hacerles caso mientras las balas impactaban en la pared junto al reloj. La redacción estaba acostumbrada a todo desde que les regalaron un cachorro de oso que allí criaron y hubieron de entregar a la Casa de las Fieras de Madrid porque al ver al animal ya crecido, el oso digo, las visitas, informadores y suministradores salían a escape de la redacción del diario.

En la redacción de Pueblo tenían la máquina de escribir de un periodista encadenada a la mesa. No lo hacían para evitar que se la llevara, sino para impedir que se la tirase, como era su costumbre, a los compañeros con los que discutía. El fin de la cadena no era evitar descalabros, era salvar la máquina.

Y acabé en esta profesión que, como sacerdote, soldado y médico, tiene mucho de vocación. Muchos de vosotros me habéis oído voceando por la redacción: «¡Cerrad, cerrad!» cual si de un grito de guerra se tratara. Y lo era. Yo también lo he escuchado en otras bocas, cuando la mía estaba mejor cerrada y los oídos abiertos, mero aprendiz de todo y maestro de nada.

El cierre es el momento en que el periodismo tiene su matemática: espacio partido por tiempo. Espacio que hay que llenar en el periódico partido por el tiempo que tienes para elaborar la información, buscar fuentes, redactarla, apoyarla gráficamente y dibujar la página.

Aún un plumilla no ha redondeado el final de un reportaje, el tiempo manda, las rotativas esperan, un fotógrafo coloca fotos en los cuadros de imagen, varios redactores aplican las últimas correcciones. Café, tensión y tabaco.

Hay infartos en los cierres. Estrés y adrenalina. Los jefes de sección envueltos en papeles corregidos con el visto bueno del redactor jefe. Voces y bromas. Tenemos un proyecto común, el periódico de ese día, y vamos a sacarlo, podemos. El periódico siempre sale, y sale regularmente, ¡a veces bien!

El tiempo se acaba, es el cierre en que entregamos el periódico a la imprenta que convertirá todo ese trabajo en negro imborrable sobre blanco. Cada error lo encontraremos en sus páginas repetido miles de veces. Imborrable. Uno absoluto que también ha borrado la informática.

¿Qué somos?

Pero somos periodistas, es decir, espías-bocazas, que se informan sobre cualquier cosa, arrancan datos, hechos y cifras como sea para difundirlos a los cuatro vientos. Somos una estirpe de informadores que terminaremos con los centros de espionaje a base de hacer transparentes las paredes de parlamentos, palacios, bancos… mientras la censura y el soborno nos lo permitan y se lo consintamos.

Pero tenemos un peligro, una amenaza dentro de nuestras propias almas en llamas, considerarnos jueces de todo lo divino y lo humano. Muy al contrario, somos, ¿debemos ser?, embajadores de los hechos para ponerlos ante el tribunal de la opinión pública y que sea cada cual quien, con la información –toda– que obtenemos y proporcionamos se haga su composición de lugar. Es tan fácil colar de rondón opinión por información.

Nuestra vocación nos lleva a sacrificios duros: el abandono temporal de la familia, de los seres queridos, del ocio, de todo cuanto es humano. Hemos hecho de las redacciones nuestros campamentos, comunas donde anidar en nuestro nomadismo profesional.

Es importante el talento y fundamental la cultura pero, en palabras de Gerda Hollundeer, «los periodistas necesitan saber en qué consiste el arte de una buena transmisión». Van estas palabras por vosotros, colegas, que cuando veis nóminas escuálidas a fin de mes, cuando toca, sabéis lo que son, sólo palabras. No os preocupéis, para algunos, muy pocos, cada día menos, España va bien.

«Poesía para el pobre, poesía necesaria como el pan de cada día, como el aire que exigimos trece veces por minuto para ser, y en tanto somos, dar un sí que glorifique».

Cuentan los que están, aquellos que son amigos y se acuerdan de ti y tú de ellos. Cuentan los que comparten contigo sus alegrías, matrimonio, hijos, trabajo, ideas, sinsabores… Cuentan los que han acampado en tu corazón y han abierto el suyo para ti.

Cuentan también los que han marchado con el Padre Eterno. Los que sembraron en ti y se dejaron fertilizar por tus ideas.

Esos son los que cuentan, a todos ellos, gracias.

Y recordad: No quiero un artículo bueno. Lo quiero para ayer.

Publicado en El Debate

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