Gustavo Morales
José María tiene un ordenador Mac que sabe más que él pero no posee ni la mitad de su arte. Conversador infatigable, de ahí su cáncer de lengua, puede disertar con autoridad sobre los orígenes de Madrid y de los sioux o los iroqueses sentando cátedra. Enamorado de la estética, le fascinaron los indios, la imagen de un hombre a caballo de la que escribía Drieu La Rochelle. Fue tan lejos en su afición que sabe palabras en lenguas inverosímiles de las que hablaban navajos, delawares, cheroquis o cheyenes… Todos esos que fueron exterminados por los voceros de la leyenda negra contra España.
Magnífico dibujante, buen pintor y amante de lo francés y de una francesa, habita ahora en un lugar de La Mancha, cuyo nombre sé perfectamente pero no lo cito para que no le den la lata, en una casa que, en un par de años, pasará de vieja a antigua. Es inteligente, ingenuo y romántico hasta bordear la majadería.
Cuando era un chinorri en el Colegio Claret un amigo le llevó a la Organización Juvenil Española, cuya vitalidad enmarcada en la naturaleza marcó su vida: tierra, luceros e Historia. Ya de pequeño leía Hazañas Bélicas y copiaba sus dibujos. En el Bachiller hizo sus primeros pinitos, diseñando logotipos y algunas portadas de disco. Por aquel entonces conoció ilustradores como Ciquende, Boixcar y otros cuyos nombres se perdieron en la infancia de tantos.
Amó a Gisele y por ello tiene dos hijas que andan por Europa central como Pedro por su casa, un sombrero de ala ancha y una rara habilidad para perder los bolígrafos, el dinero y la cabeza, aunque creo que eso es cosa suya y no de su mujer. También Flor perfumó su vida.
Fue diseñador, director de arte dicen ahora no sé si por cobrar más o por adornar las tarjetas de visita, de un importante grupo editorial numerado que tenía en el mercado una revista y un diario donde se dio a conocer algún periodista estrella que luego presumió de poner y quitar presidentes del Gobierno hasta que se las vio negras. Conjugaba y compaginaba la maquetación, la pintura, el dibujo y el verbo hablado.
Tras la mili le dio la pájara y marchó a París, clásica Meca incomprensible de los pintores. Mientras vivía al salto de la mata para ganar cuatro francos y meter algo dentro del pan, aprendió más técnicas y entró en relación con el arte moderno mientras olisqueaba en el ambiente artístico y universitario el humo del rescoldo que había dejado Mayo del 68. Waldeck Rochet, secretario general del Partido Comunista francés en ese mes de trapisonda, tras cruzar una manifestación de estudiantes, declaró: «Los únicos trabajadores que he visto han sido los CRS (policías antidisturbios)».
José María habitó una buhardilla hasta el día que madame Laverièrre, una judía de la Resistencia esa que floreció cuando se fueron los alemanes, le llevó a un palacete destartalado para que se lo cuidara y, a cambio, dormir en él. Allí José María pasó más miedo que siete señoras de la tercera edad; no le faltaban desencadenantes del desasosiego: los crujidos de la madera por la noche, los aleteos de los murciélagos contra los cristales en la oscuridad, madame Laveriè… El palacete sirvió para rodar Lo importante es amar, donde se lucía Romy Schneider, la inevitable Sissy de antaño.
También cortejó a la Historia y a la tierra. Es uno de los mayores representantes del conocimiento inútil, que diría Jean-François Revel. Además, tuvo un cine donde traía películas de esas que unos, pocos, admiran y otros, muchos, detestan.
Al final, recaló en Pez 21 y la política, dice, truncó su carrera artística y la búsqueda de la pureza en el arte. No está dentro de una escuela encorsetada, le gusta crear, esa pericia que el hombre comparte con Dios. A él le interesó siempre más Cristo que la teología.
Se hace querer.