En el acuartelamiento González Tablas de Ceuta la faena se acaba con el día. La entrada, copia reducida de la toledana Puerta de Bisagra, fue un regalo de la ciudad imperial en agradecimiento al Tabor de Regulares que liberó Toledo en septiembre de 1936 junto a los efectivos de la V Bandera del Tercio. Esa puerta la cruza ahora apresurado un soldado buscando a otro. Va angustiado. Es una historia vieja, son dos hermanos y una madre. Su parecido es sólo físico. Uno sirve en Regulares, el otro es un yonqui, un adicto a la heroína que ha metido a la familia en trapisondas sin cuento. La madre sufre y se apoya en un hijo para contar sus cuitas con el otro. El mayor, el militar, es serio y callado. El otro, el drogadicto, es dicharachero y tramposo, muchas cosas han ido desapareciendo del hogar familiar para ver malvendidas y convertirse en el polvo que se mete por la vena. Roba, miente, es un liante. Pero hoy la cosa ha ido a más.
El soldado que trae las malas nuevas ve a su compañero en el puesto de guardia. Frena su paso, no quiere ser el portador de las malas noticias pero qué remedio queda. Llama a su conmilitón, que le mira sorprendido. No se puede hablar al centinela cuando está en su puesto de guardia. Es privilegio exclusivo del cabo o del suboficial de guardia. El cabo mira al recién llegado y lee la tragedia en su cara. Ordena el relevo del centinela que, sin soltar el arma, se aparta del grupo de custodios para escuchar la historia que le tienen que contar.Sin preámbulos, el mensajero cuenta a su compañero que su madre ha tenido que ser internada en el hospital universitario de Ceuta, está magullada, tiene la cara tumefacta y algunos huesos rotos. ¿Un accidente? No, está en ese estado por una terrible paliza que le ha propinado esta tarde un facineroso, un camello, traficante de drogas que vejó y pegó a la buena mujer en venganza por una deuda de su hermano, el otro hijo de la señora, el yonqui. El primogénito calla mientras escucha el relato que desgrana su compañero. Al acabar, en silencio el regular deja su fusil en el armero del puesto de guardia pero no la bayoneta.
Inicia la búsqueda por Ceuta, despacio, minucioso, sabe de sobra dónde buscar, toda Ceuta lo sabe, y por fin encuentra al que afrentó a su madre en un local cutre y apestoso. Sin decir palabra se acerca al camello que sonríe sin reconocerlo, pensándolo un cliente. El soldado saca la bayoneta, golpea con el mango en la boca al delincuente, dientes rotos, gritos de dolor, la mano a los labios magullados. Sin arredrarse, el regular se sitúa a su espalda, lo sujeta con el brazo izquierdo elevándole la cabeza y lo degüella en silencio. El cuerpo cae como un trapo, el herido ve cómo se escapa la vida a través de sus carótidas cortadas. El agresor se queda mirando hasta que el camello deja de moverse. Y vuelve al cuartel.
La noticia ha corrido como la pólvora. Más que los clientes del local. Cuando se reintegra a su puesto de guardia, el suboficial le amonesta y le amenaza con un parte por su abandono de puesto, aunque algo raro se rumia. Horas después vienen a detenerle dos regulares y un cabo. En la puerta del cuartel hay un coche de policía que no entra en las dependencias militares. Le comunican que le llevan preso. Hay problemas de jurisdicción. Sigue sin decir nada, dejándose esposar sin resistencia.
Cuál será su sorpresa cuando, tiempo después, se abre la puerta de la celda y escucha decir:«Sal de ahí, estás libre». Confuso pregunta y le contestan: «Tu hermano pequeño está ante el juez y se ha declarado culpable de la muerte del traficante. Dice que cogió uno de tus uniformes en vuestra casa y lo usó para despistar. Se responsabiliza de la muerte del camello».El regular vuelve al cuartel y nadie le pregunta nada. El silencio lo rompe una jota navarra que suena en la cantina de tropa: «Tengo un hermano en el Tercio y otro tengo en Regulares y el hermano más pequeño, preso en Alcalá de Henares.»