La CIA y sus militares iberoamericanos

El presidente Lyndon Johnson declaró muerta la Alianza para el progreso de Kennedy. Las oligarquías iberoamericanas, que se suponía que deberían apoyar esa alianza, la estaban saboteando calladamente.

Johnson había decidido que, en vez de seguir esa política, EE UU daría su apoyo en Iberoamérica a las castas militares. Esas castas pertenecían al imperio estadounidense. Las habían entrenado y armado. Estaban integradas, en su mayoría, por las clases medias, altas y bajas, por lo que se mostrarían particularmente receptivas ante la necesidad de aplicar reformas. El ejército era la única forma de movilidad social.

Ese nuevo rumbo en política significó para el Departamento del Hemisferio Occidental de la CIA la necesidad de establecer una nueva serie de prioridades. Los militares habían de convertirse en la ola que impulsase el futuro de Iberoamérica. Estudiar a los oficiales jóvenes de cada país iberoamericano y tratar luego de reclutar en cada nación a dos o tres de los más prometedores. Les llevaron a recibir cursos y entrenamientos especiales; les llenaron los bolsillos de dólares.

Y si la elección de la CIA había sido la acertada, resultaría razonable esperar que, tras un período de unos diez a quince años, al menos uno o dos de sus agentes habrían ascendido a altos puestos de mando. Y eso significaría que un buen día, en un número considerable de naciones iberoamericanas, las figuras militares y, por tanto, los personajes clave del país, serían caballeros que estarían instalados, con comodidad y agradecimiento, en los bolsillos de la CIA.

Creyeron que acertaron en Panamá con el general Noriega aunque también les salió rana el comandante Chávez en Venezuela. Al final, tuvieron que invadir Panamá. Ahí están dos precedentes de una actuación que llevó al fracaso veinte años de ocupación en Afganistán.

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